Joaquín Marco

Europa invertebrada

Estarán países ausentes en aquella ocasión. Pero esta Europa difícil e invertebrada no puede avanzar sin renovar las ilusiones de sus ciudadanos, algo difícil si sigue manteniendo la actual velocidad del caracol

La Razón
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Para mi olvidada generación Europa fue anhelo y ejemplo y, más tarde, desengaño. En plena dictadura permanecíamos atentos a la escasa prensa libre que llegaba de vez en cuando hasta los kioskos, a unas escasas revistas que pasaban de mano en mano, a las radios o al cine que permitían observar otra vida más allá de nuestras fronteras. Pudimos comprobarlo cuando, privilegiados, atravesamos los Pirineos y llegamos hasta Francia, Gran Bretaña, Italia o la entonces Alemania Occidental, porque la Europa de las libertades era también la del bienestar. Cuando se nos permitió incorporarnos a ella y gozar, no sin sacrificios, de sus privilegios nos mostramos colectivamente más europeístas que quienes integraban un proyecto nacido, en su origen, para resolver conflictos entre Francia y Alemania que originaron las dos grandes guerras del pasado siglo y transformaron el mundo. El aislamiento español, salvo el envío de una simbólica División Azul al frente ruso para combatir el comunismo, se mantuvo más allá de la muerte de Franco, pese a los esfuerzos de los comunistas y de los débiles partidos democráticos clandestinos incluso en la dictablanda, (no olviden leer, al respecto, el fundamental libro de Jordi Amat, «La primavera de Múnich. Esperanza y fracaso de una transición democrática» (2016) publicado por Tusquets Editores. En él se ofrecen claves que determinan todavía problemas presentes. Aludo a ello no sin la melancolía culpable de que lo que añoramos y supusimos que iba a constituir el futuro que deseábamos se encuentre hoy al borde de la quiebra, porque la ilusión colectiva ha desaparecido del horizonte. La Europa anhelada ha perdido sus señas de identidad, descubre su naturaleza equívoca y su escasa vertebración.

El día 22 de agosto de 2016, la canciller Merkel, el presidente Hollande y el primer ministro Renzi se reunieron a bordo del portaaviones Garibaldi, en Ventolene, para estudiar la situación europea tras el anuncio del Brexit británico, sin llegar a conclusiones. Renzi, perdido el referéndum, fue desbancado y sustituido por Paolo Gentiloni, quien intentará mantenerse en difícil equilibrio hasta las elecciones de 2018. Un avance electoral podría decantar el electorado italiano hacia el populismo. Hollande abandonó la idea de su reelección y a tres meses vista, en Francia, la extrema derecha lepeniana llegará por lo menos a la segunda vuelta. En septiembre, la canciller Merkel afrontará otras elecciones y su posición, en las encuestas, la sitúa a la par de los socialdemócratas. El pasado lunes se planteó otra reunión, esta vez en un Versalles simbólico, organizada por Hollande saliente, con Gentiloni, Angela Merkel y Mariano Rajoy (en la anterior se hallaba en funciones y ésta parece que fue la excusa que defendió Renzi para excluirle). Pero en esta ocasión, ya sin Gran Bretaña, Francia y Alemania dieron su placet a dos conflictivos países del Sur: Italia y España. Y aquí se trató ya sin tapujos de oficializar lo ya existente, no aquella Europa a dos velocidades siempre repudiada, sino a varias. El proyecto inicial federalista se perdió por el camino (lo defendió ahora Rajoy con la mochila catalana al hombro) y lo que tanto se había combatido en teoría, incluso fue ampliado, para salir del atolladero. No importa ya que Trump pretenda hacer volar la Unión y el euro en beneficio del dólar y de los nacionalismos de su agrado, sino que desde la crisis –y aún antes– los europeos no hemos conseguido vertebrarnos o reconocernos en un proyecto ilusionante para la mayoría de la población. Incluso mi generación y las siguientes, pese a no renunciar a aquellos utópicos principios, los mantenemos sin muchas esperanzas, en tanto que los jóvenes tratan de descubrir fórmulas más ilusionantes.

La británica Theresa May reclama una ruptura total con la UE por una senda que la Cámara de los Lores retrasará sin duda. Los británicos no aceptaron el euro y, pese a los costes que les supondrá avanzar en la soledad elegida, de la mano de su ex colonia, el proceso de desconexión se prevé complejo. Las principales ciudades europeas andan a la captura de las migajas, pero es difícil concebir que la City deje de ser lo que fue. En esta última reunión de líderes, el anfitrión Hollande ha proclamado que «la unidad no es la uniformidad». Pero la eurozona, que debería compactar una unión económica, no escapa de los enfebrecidos nacionalismos. Le está faltando a Europa solidaridad frente a una crisis económica global mal compartida y dirigida, no sin consecuencias negativas, por una Alemania poderosa y defensora de la austeridad radical que, algún día, deberá reconocer que ha incrementado las desigualdades sociales en los países del Sur y hasta en el suyo propio. Ante el problema de la emigración se ha convenido, incluso, en no aceptar refugiados ni en las embajadas y no conceder visados. Bélgica, en cuya capital radica la mayoría de las instituciones europeas, estaba dispuesta a cerrar sus legaciones, pero ya no será necesario. Y, ahora, en la cabecera del diseño europeo, aparece España con un combativo Rajoy, no sin el riesgo de una convocatoria electoral anticipada que podría fortalecerle en el Congreso. El día 25 de marzo ha de celebrarse en Roma el sesenta aniversario de la CEE que debería suponer el relanzamiento de la nueva Europa. Estarán países ausentes en aquella ocasión. Pero esta Europa difícil e invertebrada no puede avanzar sin renovar las ilusiones de sus ciudadanos, algo difícil si sigue manteniendo la actual velocidad del caracol.