Política

Fin de las utopías

Ni tradicionalismo, ni idealismo,ni liberalismo, ni marxismo han conseguido crear formas de sociedad y estado satisfactorias y duraderas

La Razón
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Hace ya algunos años, Marcuse propuso una advertencia que en nuestros días cobra especial sentido: las ideologías que en el siglo XX trataron de sustituir a la religión, mostrándose a sí mismas como Verdad absoluta, hablan incurrido en el defecto de creerse capaces de crear la polis perfecta con que soñaran ya algunos filósofos griegos. Pero esta especie de meta que Tomás Moro, víctima del anglicanismo, llamó Utopía –lo que no se encuentra en ninguna parte– estaba ya según Marcuse llegando a su fin. Es cierto: ni tradicionalismo, ni idealismo, ni liberalismo ni marxismo han conseguido crear formas de sociedad y estado satisfactorias y duraderas. Francis Fukuyama, norteamericano de origen japonés, intentó hacer creer que el modelo de la democracia norteamericana era exactamente esa meta final de la Historia. Trump ha venido a demostrar en nuestros días con claridad el error que se escondía tras aquel sueño que había sido rechazado en breve plazo. Y hoy los estados y las agrupaciones políticas pugnan con aspereza y rivalidad por una reforma que a fin de cuentas debe conducir a afirmarles simplemente en el poder. Esto nos permite entender el grado de confusión a que hemos llegado.

Moro, mártir de la gran ruptura que Europa experimentó en el siglo XVI, no trataba de defender una ideología, sino únicamente de descubrir las virtudes que la sociedad debe procurar a fin de hacer a sus miembros más «felices» dando a esta palabra el sentido que aún conserva la Constitución norteamericana. Tras la decisión de Westfalia de 1648, el Estado pasaba a ser forma absoluta de gobierno: no sólo estaba provisto de los medios para hacer cumplir el orden moral que guía a la Naturaleza, sino que estaba en condiciones de modificarlo o crearlo. Hace pocos días, los jueces españoles, al declarar que no podía considerarse delito el sacrilegio que significa tomar e ingerir unos panes redondos, han confirmado el absolutismo de esta norem: el católico no tiene derecho a pedir que se respeten las Formas consagradas.

Los ensayos que a Westfalia siguieron, llegando a contar por millones las víctimas de las guerras internas y externas, dieron lugar a una sucesión –absolutismo, despotismo, autoritarismo y totalitarismo– que en cierto modo aún perdura entre nosotros como reliquias subsistentes. En el siglo XX imperaron el totalitarismo y el autoritarismo como formas en cierto modo opuestas. Lenin definió como totalitario el régimen que somete el Estado al partido, mientras que los autoritarios en Polonia, Portugal, Turquía o España mantenían lo contrario: todas las versiones políticas debían someterse al poder del Estado. En cierto modo, el totalitarismo ha logrado sobrevivir: son los partidos, aislados o unidos en alianza, los que determinan los derechos de la sociedad. Se habla de derechos humanos, pero se olvida que éstos deben calificarse de naturales porque de la Naturaleza misma (el Logos) proceden. La confusión es una consecuencia de este profundo cambio que está más en el subconsciente que en la inteligencia de los partidos.

Augusto Comte, creador del positivismo como término de llegada de la ciencia moderna, testigo presencial de los grandes desastres que hicieron comenzar el siglo XIX, intentó establecer una especie de axioma: «cuanto más sabios, más ricos y cuanto más ricos, más felices». De este modo también la ciencia, reconocida como principal protagonista, modificaba sus funciones. No se trataba de profundizar en el conocimiento de la Naturaleza para mejor servirla, sino al contrario, valerse de ella para que la técnica fuese incrementando los recursos materiales. Y así hemos llegado a un punto en que la humanidad dispone de medios suficientes para destruirse a sí misma. Hoy entendemos progreso no como «ser más» –así lo explicaba certeramente Ortega y Gasset–, sino en «tener más». Eso es precisamente lo que permite tener más poder. Y a eso aspiran los grandes movimientos políticos. Dios ha dejado de tenerse en cuenta. Ya Marx lo había dicho siguiendo las tesis de Feuerbach: «Es científicamente demostrable que Dios no existe». De este modo, el materialismo incurría en una contradicción. Si la ciencia no es capaz de demostrar la existencia de Dios, menos aun lo será de descubrir su inexistencia. La ciencia actual se inclina preferentemente hacia el lado contrario: sin una causa trascendente resulta incomprensible la existencia del universo mundo.

Kant, el solitario puntual de Konigsburg, ya lo había advertido. La observación y experimentación que emplean únicamente los sentidos sólo pueden llegar a conocer los aspectos externos de las cosas, es decir los «fenómenos». Pero es imprescindible tratar de descubrir la esencia «nouménica» que tras las apariencias se esconde. Una de estas esencias se muestra claramente en la persona humana. Tenemos que trabajar con todos los medios para descubrir que el ser humano no es un simple individuo que se encierra en sí mismo y a lo sumo participa en el poder añadiendo un número insignificante a la lista de votos. Hay en él una paritaria capacidad de trascendencia que se añade y supera al simple raciocinio y la llamamos amor. La Utopía necesita ser sustituida en esta hora final para sus sueños, que a veces se tornan en pesadillas, por un intento de restaurar el Humanismo. Superando las posibles decepciones, es imprescindible dedicar esfuerzos a la restauración de los valores. Algo semejante a lo que Benito de Nursia, impulsado por el fracaso de Roma, consiguió poner en marcha. Así nació Europa. En otro momento nos ocuparemos de explicar las causas de la caída de Roma.