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Gibraltar: la hora de la verdad

La Razón
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Todo esto viene a cuenta de aquello de que «cada palo aguante su vela». Pues bien, el Reino Unido ha conseguido que sea España la que aguante la de Gibraltar. Que se haga cargo de la factura de su base militar y de la colonia civil que le sirve de escudo. En mayor o menor medida, esto es así desde que, hace apenas veinte años, un gobierno español decidió, contra lo pactado en el Tratado de Utrecht por el que se cedió el Gibraltar original, abrir la Verja. Con ella se abrió el cordón umbilical que ha permitido a Gibraltar, a costa del fisco español, convertirse –en términos proporcionales– en la tercera economía del mundo.

Uno tiende a pensar que tan importante paso se habría dado en el contexto de un «do ut des». De un avance negociado hacia la histórica meta, avalada por las Naciones Unidas, de restablecer nuestra integridad territorial. De un paso más en la recuperación de la soberanía sobre lo cedido en aquel tratado y sobre lo que se nos ha ido arrebatando, por las buenas o por las malas, con posterioridad al mismo. Pues va a ser que no. Se trató de una decisión unilateral española –gratis et amore– y por aquello de que «España y yo somos así, madame».

Bueno, en honor a la verdad, esto no es del todo cierto. Lo que pasó fue que el Gobierno español de turno se arredró ante la amenaza británica de vetar la entrada española en la Unión Europea. En palabras de Margaret Thatcher, resultaba «inconcebible» que nuestro país pretendiera convertirse en socio de la Unión Europea manteniendo cerrada una «frontera» con un territorio de dicha Unión. Dicho gobierno, en lugar de tomarse las cosas con calma y aprovechar la ocasión para negociar unas mejores condiciones para nuestro ingreso, lo que según los expertos no solo era deseable sino posible, aceptó las que se le ofrecían y cedió ante la extorsión inglesa. Aquel gobierno quería apuntarse el tanto de que, aunque fuera a trancas y barrancas, había conseguido convertir a España en miembro de dicha Unión. Cosas de la partitocracia.

Las relaciones internacionales no son ajenas a aquello de que «donde las dan, las toman». El «premier» señor Cameron ha de cumplir su compromiso electoral de realizar un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. Muy pocos dudan de que de lo que se trata es de utilizar la amenaza del abandono como baza para renegociar condiciones más favorables a sus intereses. Dichas negociaciones empezarán en breve. Mira por donde la tranca del veto está ahora en manos de España. Nuestro Gobierno puede razonablemente espetarle al británico aquello de que resulta «inconcebible» que un Estado que aspire a continuar siendo miembro de la Unión, mantenga una colonia en el siglo XXI y, además, en el territorio de la misma. Así que, o ponen fin a la situación colonial, enervando de ese modo el veto español, o se quedarán sin argumentos para defender la permanencia en la Unión frente a los euroescépticos británicos. El señor Picardo, ministro principal del denominado gobierno de su majestad británica en Gibraltar, ha vaticinado que, caso de que los ingleses no se apeen de su burro y salgan de la Unión, «Gibraltar quedará a merced de España». Razón no le falta. Lo que ocurre es que, como dijo un ilustre gibraltareño, en la partida con Inglaterra España acostumbra a tener cartas para hacerse con todas las bazas, pero, o no ha querido, o no ha sabido jugarlas. Puede ocurrir, pues, que el señor Picardo no tenga razones para alarmarse.

Otro gallo cantaría si España se limitara a exigir –sin renunciar a nada – que, a cambio de no utilizar el veto, se renegociara el protocolo de adhesión de Gibraltar a la Unión. Cuando se negoció éste, Gibraltar era un territorio alejado de la misma, de ahí que se le otorgaran una serie de privilegios. Con la incorporación de España, Gibraltar ya forma parte, sin solución de continuidad, del territorio europeo. Dichos privilegios discriminan a los territorios vecinos de este lado de la Verja. Son además contrarios al espíritu y letra de los Tratados constitutivos de la Unión Europea. Un Gibraltar sin privilegios, con los mismos derechos y deberes que el resto de los territorios, se convertiría en esa fruta madura que se consideraba a la colonia, y no sin razón, en tiempos pasados cuando no se sospechaba que ocurriría lo que ocurrió.