Francisco Nieva

Impresionismos

En mi desmedida afición al teatro, quise conocer ese misterio de la noche, en un coliseo, en compañía del guarda nocturno. Y obtuve un permiso para ello.

La Razón
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Charibari recordatorio y nostálgico.

Yo llamo impresionista a todo lo que es breve y sugerente, como lo que escribo a continuación: En la noche silenciosa del barrio suena de repente la voz colérica de un hombre que exclama: - «¡Que sí te quiero, coño!». Nada más sugerente que esto.

En el tranvía, un sujeto hace comentarios con una voz gutural y extraña que intriga y solivianta a los pasajeros. Un niño muy formalito dice en voz alta y clara: «¡Leche, qué voz, papá!» Unánime carcajada de los pasajeros.

Valle-Inclán es un maestro de la brevedad sugerente, como el comienzo de un capítulo de «El ruedo ibérico»: - «¡Guau, guau!» - «¿Quién va?» - «Gente de paz» - «¡Guau, guau!» - «¡Calla, Pachín!». De todo punto magistral.

Conozco un poema infinitamente breve y sugerente, impresionista al estado puro:

- «Calle desierta,

luna muerta,

tu puerta».

He aquí el misterio inefable de lo que se calla. ¿Cómo suscitar ese misterio? Los rumores indefinibles de la noche. En mi desmedida afición al teatro, quise conocer ese misterio de la noche, en un coliseo, en compañía del guarda nocturno. Y obtuve un permiso para ello.

- «No tendrá usted inconveniente que Don Francisco le acompañe en su vigilancia esta velada?», le dijeron al guarda.

- «Ni mucho menos».

En el cuartucho del vigilante reinaba una gran esfera de reloj, con las horas de vigilancia marcadas con unos adhesivos rojos. Y estaba decorada por viejos carteles y programas. Era el teatro de La Princesa, y el guarda conservaba una fotografía dedicada de María Guerrero, la constructora y dueña del teatro. También la de una famosa actriz de otros tiempos, Carmen Cobeña. Tenía una radio de pilas, en la que sonaba un fado constante, hasta dar con alguna emisora lejana, que hablaba en alemán o en árabe. Daba la sensación de dar vueltas al mundo a grandes zancadas auditivas. Por alguna parte emergía la canción de Lilí Marlén. Me fascinaba el cuartucho del guarda. Para mí, una verdadera aventura era ver el patio de butacas cubierto con grandes telas que ponían y quitaban las mujeres de la limpieza, el camisón de noche del coliseo cerrado. Cada dos horas yo acompañaba al guarda en su vigilancia de los pasillos, los palcos y el telar. En el telar oscuro sonaban extraños chasquidos del varillaje, como el latido de un corazón secreto. El latido nocturno del teatro. Y, de repente, en el cuartucho del vigilante se apareció un gato negro como una gota de noche.

- «¡Ya estás aquí, Abdelkrim?», dijo el guarda.

- «Este micifú es mi asistente, y ha cazado en el foso ratas del tamaño de un cochinillo».

- «Pero, ¿tanto abundan las ratas en ese foso?»

- «Todo un ejército, pero Abdelkrim las mantiene a raya». El gato enarcaba el espinazo y se rascaba contra el marco de la puerta. Abdelkrim era un caudillo beréber de la guerra del Rif. Cenamos tortilla de patatas, unos chorizos de Cantimpalos y una frasca de vino tinto. Siempre lo recordaré con nostalgia.

Cuando volví de mi exilio en Francia, alquilé un estudio en el barrio del Niño Jesús, vecino al Retiro. De noche escuchaba los rugidos de los animales salvajes de la Casa de Fieras. Toda la noche trabajaba, dibujando vestuarios y decorados. Aquellos rugidos en la noche me demostraban que ya vivía en mi querido Madrid. El silbido de los trenes a lo lejos, haciendo maniobras en la estación de Atocha. Oyendo también el Hilo Musical, con la locutora Encarnita Sánchez, que hablaba con los camioneros en ruta, haciendo una peligrosa demagogia para aquel régimen de Franco. Encarna Sánchez era una locutora brillante y una buena compañera en la noche, y un declarado enemigo de la Dictadura. Yo la asociaba a las fieras del Retiro, el gran parque medieval de España.

Yo imaginaba piezas teatrales, que la censura franquista me prohibió durante muchos años, escuchando el sugerente silencio de mi tierra. El silbido del tren a lo lejos, que se llevaba a los que buscaban trabajo y mejor acogida en otros países. «Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que me voy al extranjero».

Yo, que volvía, sentía un hondo pesar por los que se iban.