Historia

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La del rebozo blanco

La Razón
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«Nadie sabe las penas que lleva dentro,

nadie sabe las penas que va cubriendo,

es que muchos quisieran verla de negro

y aunque siempre por dentro, de luto va,

ella todo lo cubre con su rebozo blanco».

Me viene a la memoria la letra de la conocida ranchera de Estela Núñez, cuando leo que el defensor de un componente de «La Manada», tristemente conocida por sus «hazañas» en unos sanfermines navarros, esgrime como defensa que la víctima arropada por unos amigos tomaba unas copas pocas semanas después del «pobre de mí» pamplonica. ¿Qué correspondía?: ¿El rebozo negro?; ¿Recogerse en un convento de clausura?; ¿Perderse atiborrada de pastillas en la consulta de algún psiquiatra?.

Escribo sin conocer la sentencia contra cinco seres humanos que con razón se atribuyeron el nombre de manada. Y me siento dolido por muchos motivos. Ya es deleznable la violación por parte de una persona, valiéndose de superioridad física o anímica. Pero lo es mucho más cuando esta superioridad la constituyen cinco. Y para más vergüenza, dos de ellos son gentes de armas. Gentes que eligieron como modo de vida el servicio a los demás, incluso uno, con la agravante de haber elegido un Cuerpo en cuyo ADN figura el «Honor –con mayúscula– como principal divisa». ¿En algún momento pensó en un «chicos, dejadla ya»?; ¿Apareció en lo más hondo de sus sentimientos, un atisbo de obligación de defender al débil frente a los fuertes?

Sé que en un Estado de derecho como el nuestro las defensas tienen amplias prerrogativas probatorias. Y su deber, partiendo de la presunción de inocencia, es rebatir las tesis de fiscales y jueces. Pero, en mi opinión, hay líneas éticas que no pueden cruzarse. Es decir: no vale todo. Y si algo vale debe volcarlo sobre su defendido: «era inconsciente»; «sobraba alcohol»; «el ambiente le superaba, porque su carácter es débil». ¡Pero echarle la culpa a la víctima, – «aunque le han destrozado toda su vida»– por comportamientos posteriores, es deleznable.

Es más: juraría que no es la primera vez que esta «manada» actúa. Y que aprovechando fiestas patronales o institucionales hay más «manadas» sueltas por ahí. Mi admirada Irene Villa escribía en estas mismas páginas (1): «Que el juicio sirva para que a nadie se le ocurra repetir el salvaje crimen de atentar contra una mujer de forma inhumana y cruel».

Retrocedo veintitantos años para revivir una experiencia en la hermana República de El Salvador. Yo conocía a Ana Guadalupe Martínez, una de los comandantes del Frente Farabundo Martí, por la lectura de su libro editado en Francia en 1981(2)»Une femme du Front de Libération, Témoigne». Poco imaginaba al leer sus relatos que en 1994 coincidiría con ella sobre territorio salvadoreño, una vez firmada y verificada la paz que ponía fin a diez años de cruel guerra. Nos reunió en Perquín, la histórica sede de «Radio venceremos», uno de los puntos fuertes del Frente, un tema –visto ahora– sencillo y hasta bello. Uno de los oficiales españoles de la Misión de Naciones Unidas (ONUSAL) mantenía elevadas cotas de afecto hacia una bella componente del Frente. La necesaria imparcialidad de la Misión aconsejaba su relevo, lo que hicimos de forma consensuada, discreta y amigable.

Pero entre el libro –que conservo con una bella dedicatoria– y las «pláticas» sobre el terreno, nació una buena amistad apoyada en la confianza y en cierto sentido de la responsabilidad en aquellos delicados momentos, porque se estaba en fase de construir una nueva sociedad, capaz de cicatrizar heridas y diseñar otro orden social.

Un día me enseñó una fotografía que había encontrado entre los enseres de un soldado del Ejército Salvadoreño muerto en combate, que recogía una imagen estremecedora: una docena de soldados, rifle en ristre, mostraban como trofeo la imagen violada de una guerrillera. Imposible describir la mirada de aquella mujer. Y Ana me hizo ver algunas cruces sobre las cabezas de aquellos «héroes». En su momento habían decidido, reconocidos uno a uno, ir a por ellos. ¡Y habían aplicado «su» justicia! ¡Tomen nota los de Pamplona!

Los estados y dentro de ellos sus gentes de armas deben velar por mantener estrictas normas éticas. De fallar estas, se degrada de tal forma su imagen que puede llegar a poner en peligro la propia consistencia del Estado. Es una de las tristes consecuencias de las guerras en las que se relajan normas de comportamiento o pasan desapercibidos temas como este ante problemas de otro tipo.

He convivido con unidades del Ejército salvadoreño y bien sé que son casos aislados como lo han sido los «falsos positivos» en Colombia. Y conozco el coste político que conllevan.

Pero, por encima de estos costes, lo que entrañan son conductas humanas que nos avergüenzan a todos. Rompen unas normas que respetan hasta los animales. Incluso en manada.

(1) La Razón. Jueves 16 Noviembre 2017.

(2) Edition Des Femmes. Nancy. Marzo 1981