El desafío independentista

La escalera catalana

La Razón
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A veces me parece tener fiebre –que estoy delirando cuando veo a nuestra España cuestionada por un separatismo fratricida y eso pese al momento histórico de libertades y prosperidad enmarcadas en nuestro entorno natural europeo– que vivimos. Lo que está pasando en Cataluña y la tibia respuesta del Gobierno que a todos nos representa, creo que está propiciando una desazón en amplios sectores de nuestra sociedad. Hay mucha crítica aunque ciertamente se escuchan pocas soluciones que permitan mantener una España democrática y unida, sin claudicar, pero a la vez sin exagerar y poner en peligro las preciosas libertades que debemos mantener. En mis sueños, una de estas soluciones aparece en forma de empinada escalera con tres grandes escalones que habría que acometer sucesivamente. Al primer escalón lo podríamos denominar el legal. Sin una legalidad aceptada por los actores principales no se puede llegar a ningún acuerdo. Ningún juego, ningún deporte, ningún contrato puede culminarse sin someterse previamente a unas reglas. El primer escalón que nuestro Gobierno debe afrontar para tratar de solventar el presente desafío es reestablecer la legalidad constitucional violada por el actual Gobierno autonómico catalán. El texto del Artículo 155 del Título VIII de nuestra Constitución establece las condiciones que permiten al Gobierno adoptar cualquier tipo de control directo en caso de producirse violaciones autonómicas contra el interés general de España. No sé qué más tendría que hacer el Sr. Puigdemont y sus socios de la CUP para demostrar que no acepta la legalidad constitucional y que está en abierta rebeldía. ¿A qué espera el Gobierno de todos para restablecer la legalidad para todos? El Artículo 155 parece claramente redactado con una situación en mente análoga a la actual de Cataluña. Defender la Constitución obliga a gobernantes, senadores y jueces a aplicar sus artículos.

Tras subir este primer escalón –en mi sueño– todavía quedan dos más por recorrer. El siguiente lo podíamos calificar como el democrático. Una vez suspendido el desleal gobierno autonómico y disuelto el parlamento, después de un periodo prudencial –previsiblemente más sereno y eficaz– de directa administración central, se deberían convocar elecciones regionales para que unos nuevos representantes del pueblo catalán puedan asumir directamente sus funciones autonómicas constitucionales. El gobierno de la ex CiU, ERC y sus socios anarquistas de la CUP han demostrado con creces su talante antidemocrático pasando como un rodillo sobre derechos y opiniones de los numerosos catalanes constitucionalistas y sus representantes, por lo que dar una nueva oportunidad para elegir líderes más dignos es un ejercicio de democracia, no de autoritarismo.

El último escalón de esta imaginada y dura escalera es el político. Los separatistas catalanes son numerosos. No se puede negar esto y hay que respetar sus derechos como ellos deberían respetar los nuestros. Estos separatistas han hecho del referéndum su caballo de batalla con machaconas acusaciones de que no se les deja votar. Acabemos con este reproche de una vez permitiéndoselo, pero eso sí, junto al resto de los españoles. Creo que superados con éxito los dos anteriores escalones, el Gobierno –con las garantías que le son propias– podría organizar un referéndum de ámbito nacional sobre si pensamos que debe seguir en vigor el Título preliminar –Artículos 1 o 2– en una futura reforma de nuestra Constitución. El Artículo 1 en su segundo párrafo establece que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. El 2 señala que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas. Actualizar la opinión de los españoles sobre uno de estos dos artículos, permitiría conocer los límites de una posible reforma futura de nuestra Constitución que indudablemente tiene varios preceptos demasiado abiertos, consecuencia lógica de la fecha en que se redactó. Ni qué decir tiene que un referéndum de este tipo no aplacaría a los separatistas pero es que hay que perder toda esperanza de atraerlos a la causa común. No se haría esta consulta para complacerlos sino para acabar con el reproche –de cierta repercusión internacional– de que no se les deja votar. Desde luego que vamos a votar, pero todos los afectados por lo mucho que hay en juego.

Además, un referéndum organizado con garantías por el Gobierno central permitiría saber la opinión mayoritaria en las cuatro provincias catalanas que pudiera no ser unánime ¿Por qué respetar una hipotética mayoría separatista en Cataluña y no –por ejemplo– una en Lérida de permanecer en España? ¿Dónde está el límite de esta impostada «autodeterminación» o «derecho a decidir»? Se oiría pues la voz de Barcelona, Gerona, Tarragona y Lérida junto a la de Pontevedra, Madrid, Guipúzcoa, Sevilla o cualquier otra provincia española sobre este asunto vital que a todos nos afecta. Esa es la verdadera actitud democrática y no el que una minoría dentro de una única comunidad autónoma decida sobre el destino de todos los españoles. Cuando se acometen sucesivamente escalones tan empinados y arduos como los tres señalados –el legal, el democrático y el político– es fundamental el control de los tiempos para su aplicación. Sólo de manera indicativa podríamos imaginar los siguientes plazos. El escalón legal debería ser acometido inmediatamente ¿A qué más hay que esperar? La administración directa del Gobierno debería durar como mínimo un año, hasta lograr serenar el ambiente. El posterior referéndum se convocaría transcurrido –también como mínimo– otro año. No creo que sean plazos excesivos para una Nación que ha durado más de cinco siglos. Restaurar la legalidad en Cataluña, que recupere la democracia en su sentido más amplio de respeto a todas las opiniones y decidir juntos lo que a todos los españoles nos afecta vitalmente, parecen pasos de sentido común. Pero a veces seguir el sentido común requiere también de autoridad, decisión y valor.