Sociedad

La hora de la sociedad civil

De un tiempo a esta parte, los ciudadanos parecen encontrarse en la necesidad de alzar su voz de manera colectiva para que su posición sobre las decisiones que se toman en el ámbito público sea escuchada, respetada y tenida en cuenta

La Razón
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Sucede con frecuencia en las naciones modernas que, de forma cíclica, emerge de ellas como un latido el impulso de la sociedad civil para tomar protagonismo sobre el estado de cosas. Es el caso hoy de España. De un tiempo a esta parte, los ciudadanos parecen encontrarse en la necesidad de alzar su voz de manera colectiva para que su posición sobre las decisiones que se toman en el ámbito público sea escuchada, respetada y tenida en cuenta.

Como abogado, y como gestor al frente de dos prestigiosas firmas del sector durante las dos últimas décadas, he interpretado siempre como un signo de vitalidad de nuestro sistema democrático que aquellos individuos que se hallan fuera de las estructuras gubernamentales tomen la iniciativa y cojan las riendas para preocuparse y ocuparse, de manera activa y visible, enérgica y positiva, del presente y el futuro de su país.

Aún más, creo que hay pocos fenómenos más interesantes que el de personas actuando desde abajo hacia arriba expresando sus intereses, sus pasiones, sus ideas, sus principios y valores, y hasta su propia agenda para alcanzar un objetivo común y loable. Y, en la línea de Jürgen Habermas, creo en esa sociedad civil que, en libre asociación, se diferencia de la clase política de cuya acción estratégica se ve en ocasiones obligada a defenderse; porque, a mi modo de ver, es ésta una forma de legitimar y hasta de engrandecer al propio Estado de Derecho, en su origen y ejercicio.

Fue Alexis de Tocqueville quien planteó por vez primera, al menos de forma tan explícita, que organizaciones como las universidades o los colegios profesionales, como instituciones cívicas y sociales, ejercían de loables mediadores entre las personas y las frías estructuras estatales. Y, más relevante, hizo hincapié en que resultaban de vital importancia –las primeras y los segundos– no sólo para dar aliento a la democracia sino para introducir nuevas demandas sociales, para vigilar la aplicación efectiva de derechos ya reconocidos, para actuar como dique frente a un poder con la tentación de invadir espacios que no le correspondían.

A partir del 13 de diciembre, si obtengo el apoyo de mis compañeros, me propongo asumir el Decanato del Colegio de Abogados de Madrid desde la profunda convicción de la fuerza que tienen las personas cuando se asocian con una finalidad benéfica, con el pleno convencimiento de que las instituciones colegiales, fieles a su vocación y ambiciosas en sus metas, pueden convertirse en extraordinarios centros de referencia para la sociedad civil. Desde una perspectiva histórica y global, hay pocas dinámicas más alentadoras que la de un grupo de profesionales organizados en el campo de lo público en busca del bien común, sin ánimo de lucro personal y sin veleidades políticas o partidistas, con claro afán de superación y de carrera por la excelencia.

Estamos dejando atrás semanas y meses convulsos y complejos: en los que se ha producido una intervención para restituir el orden constitucional y jurídico alterado, en los que se han tomado acciones, en el marco del Estado de Derecho, encaminadas a restaurar la legalidad y a salvaguardar las libertades de todos los ciudadanos catalanes y españoles, en su conjunto. En este contexto se ha hecho visible la presencia de la sociedad civil y el papel que juega frente a las Administraciones. Pero la voz de la abogacía no se ha elevado seguramente con la nitidez y al calibre que habría sido deseable; no desde luego para quienes amamos este oficio, lo llevamos en nuestro ADN y le otorgamos una estimable función social.

Los letrados somos unos operadores de una significación crucial en democracia, porque crucial es el ejercicio del derecho de defensa. Por eso hemos de ser una voz potente, respetada por los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Por eso hemos de actuar, también, como cauce y motor para canalizar y movilizar determinadas aspiraciones: no sólo hacia dentro, mejorando los estándares y el funcionamiento de nuestra propia profesión, sino hacia fuera, haciendo avanzar y protegiendo el interés general de todos.

Más allá del compromiso sólido de lealtad y defensa del sistema constitucional que a todos nos une, creo en que con la máxima ilusión, desde una actitud de servicio absoluto, es posible unirnos y elevarnos, para ser vistos como un potente agente democratizador, como un referente para quienes observan y especialmente se inquietan por la marcha de los asuntos públicos, incluso se inclinan a participar en ellos. Los abogados podemos ser útiles y beneficiosos en la producción de capital social.

Creo rotundamente en nuestra capacidad de influencia sobre el centro del sistema político y judicial. La historia de las naciones modernas está jalonada de momentos en los que amplios sectores de la población o sectores profesionales se han organizado con el fin de transformar y mejorar las estructuras tradicionales del poder. España vive un momento excepcional. No podemos desaprovechar esta ocasión.