Antonio Cañizares

La Iglesia: su momento

La Razón
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En estos últimos tiempos se está hablando bastante de temas en los que se trata de implicar de una manera u otra a la Iglesia: por ejemplo, unos grupos políticos dicen que van a intentar que se deroguen los Acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede; otros intentan no sé qué cosas, sin cabeza, sobre las Catedrales de Córdoba, Zaragoza, Barcelona... La Iglesia, en medio de todo ese ruido, escucha y no calla, menos aún, otorga. Porque está a lo que debe estar y ser y hacer lo que debe. Ella es consciente de sus responsabilidades para con los hombres y el recto ordenamiento de la sociedad en convivencia y libertad. Ella ni puede ni quiere eximirse cuando se trata de hacer que la vida humana se haga cada vez más humana y de orientar las conciencias para que todo lo que compone esta vida responda a la verdadera dignidad de la persona y su verdad. La Iglesia no propone un modelo concreto de sociedad, sino que indica un camino para su vertebración. Y lo hace en función de su misión evangelizadora, en función del mensaje evangélico que tiene como objetivo al hombre en su dimensión escatológica y última, pero también en el contexto concreto de su situación histórica contemporánea. No tiene, pues, ningún proyecto de naturaleza política o económica, pero sí que aporta y ofrece a la sociedad y a la vida de las naciones y de las relaciones sociales e internacionales unos criterios, unos contenidos, unos objetivos y una forma de vida, un arte de vivir, capaz de elevar la convivencia moral de la gente por lo que se refiere a las exigencias de la justicia, del amor social y de la colaboración fraterna exaltando y promoviendo el desarrollo integral de las personas. El compromiso a favor de la justicia y en favor defensa de la persona humana y su dignidad inviolable es y ha de ser considerado como parte integrante de la misión de la Iglesia. Así, la Iglesia ofrece pautas objetivas para la vertebración de la sociedad y para la convivencia: las que se derivan del reconocimiento pleno de la dignidad de la persona humana como piedra angular de la sociedad y del Estado, así como del ordenamiento jurídico de éste, y las que tengan que ver con el bien común, con la unidad de los pueblos y de las gentes. Aquí radica el fundamento de la comunidad política y de una sociedad vertebrada, que se realizará y ordenará sobre esa base insoslayable si quiere construir una sociedad en paz y justicia. Ofrecer, pues, unas pautas objetivas para la convivencia, unos valores objetivos dimanantes del Evangelio y que están inscritos también en la naturaleza misma del hombre, asequible y aceptable por todos, es un deber de la Iglesia y un cumplimiento de su misión.

Quiero expresar en este momento unos criterios luminosamente expuestos por el papa San Juan Pablo II en su discurso ante el Parlamento Europeo, glosando la frase evangélica «dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»: «Después de Cristo, decía el Papa Juan Pablo II, ya no es posible idolatrar la sociedad como un ser colectivo que devora la persona humana y su destino irreductible. La sociedad, el Estado, el poder político, pertenecen a un orden cambiante y siempre susceptible de perfección en este mundo. Las estructuras que las sociedades establecen por sí mismas no tienen nunca un valor definitivo. En concreto no pueden asumir el puesto de la conciencia del hombre ni su búsqueda de la verdad y el absoluto. Los antiguos griegos habían descubierto ya que no hay democracia sin la sujeción de todos a una Ley, y que no hay ley que no esté fundada en la norma trascendente de lo verdadero y lo bueno. Afirmar que la conducción de lo que es ‘de Dios’ pertenece a la comunidad religiosa y no al Estado significa establecer un saludable límite al poder de los hombres, y este límite es el terreno de la conciencia, de las ‘últimas cosas’, del definitivo significado de la existencia, de la apertura al absoluto, de la tensión que lleva a la perfección nunca alcanzada que estimula el esfuerzo e inspira las elecciones justas.

Todas las corrientes del pensamiento de nuestro viejo continente deberían considerar a qué negras perspectivas podría conducir la exclusión de la vida pública de Dios como último juez de la ética y supremo garante contra todos los abusos de poder ejercidos por el hombre sobre el hombre». En esta fe radica, en último término, la aportación de la Iglesia a la necesaria vertebración de la sociedad.

Ante tantas cosas que nos están sucediendo, ante tanto ruido y barahúnda de cosas que dividen y no vertebran, ante tanta confusión y ligereza como nos circunda me surge la pregunta: ¿qué puede dar unidad, vertebración y abrir futuro? Señalo dos fuerzas o dos direcciones que se nos ofrecen: el relativismo y la fe. Que venga bien en algunas situaciones una pizca de relativismo y un poco de escepticismo no lo deberíamos discutir. Ahora bien, el relativismo es totalmente insuficiente como fundamento común sobre el que podamos vivir, edificar o ahormar una unidad. Si el relativismo se piensa y se vive de manera consecuente, sin apoyarlo ocultamente en una última esperanza de la fe, termina por reducirse al nihilismo, o se erige en fuerza reguladora de todo y termina por conducir a formas totalitarias. Pero, ¿qué queda si el escepticismo, el relativismo, a pesar de su utilidad parcial, no ofrecen un camino globalmente satisfactorio? ¿No será acaso el camino de la fe en Dios que la Iglesia nos ofrece, el camino que necesitamos? Y no podemos olvidar que la verdadera fuerza de convicción y la respuesta que necesitamos, la convincente, es la de los testigos que tienen, siempre y de manera especial hoy, una función insustituible, la verdadera riqueza de la Iglesia y su gran interpelación. Esta es la hora de la iglesia, su gran momento.