Joaquín Marco

La política como escultura

Los políticos tratan de que los pueblos se transformen a medida de sus deseos. Pocos lo consiguen y, desde luego, los cuarenta años de la dictadura franquista no son un modelo que pueda defenderse

La Razón
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Nuestro tiempo es también el del escepticismo. No existe arte que lo refleje, porque dudamos hasta de la filosofía que debería sustentarnos. Alejamos el pensamiento de las aulas para que no perturbe el ocaso de una civilización que trata de desconocerse. Nos invade el poder del trumpismo y sus postverdades que no son otra cosa que encubiertas mentiras. Antaño la política se conjuraba con el arte. En el ya tan lejano 1924 Eugenio D´Ors en su «Nuevo Glosario» equiparaba la escultura con la política: «Tomar un bloque y quitar lo que sobra, será siempre la fórmula suprema de la escultura./ Y la de muchos negocios más. La política inclusive. Y no digamos si la elegancia, y aun la virtud». Algunos de los valores de un D´Ors, pensador que anticipaba a Ortega y Gasset en según qué cuestiones, parecen haber desaparecido de nuestro horizonte que los califica de caducos. ¿Quién se atrevería hoy a tratar sin ser calificado de extravagante de la elegancia o de la virtud? Pero la política –e incluso su ausencia– sigue siendo frecuente materia de reflexión. En esta época, el pensador catalán exiliado en un acogedor Madrid consideraba que la política, la historia, que dirigían los elegidos, consistía en obligar a los pueblos a «tener memoria». Y concluía su breve glosa: «Bienaventurados –si no en dicha, en dignidad– los pueblos que conocieron un gobernante con temperamento de escultor...Porque ya conocéis la definición de la escultura ‘‘Se toma un bloque y se suprime de él lo que sobra’’». Las palabras de D´Ors, hoy tan olvidado, intuyen ya la imperiosa necesidad del líder, del escultor, del caudillo. Sus palabras deben situarse en el momento del caudillaje también europeo, del prefascismo que transformaría la memoria en caos.

Hace unos días escuché por televisión las palabras de Jaime Alonso, portavoz de la Fundación Nacional Francisco Franco (FNFF), custodio político de valores de antaño, defensor de aquel Caudillo que murió en olor de multitud, ahora en el Pazo de Meirás y rememoré las clases obligatorias de Formación del Espíritu Nacional que me acompañaron en el Bachillerato y en los primeros años de Facultad. En el agosto de 2017 retornaba así a los cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Pensé entonces que la memoria histórica –o simplemente para algunos la memoria– no podía consistir en retrotraernos a un pasado que desearíamos superado. No podemos, como decía el sabio heleno, bañarnos dos veces en las aguas del mismo río. El tiempo, como las aguas, fluye y las ideas del señor Alonso a estas alturas resultaban todavía menos convincentes que las que escuché obligadamente de niño y joven. Posiblemente Franco deseó convertirse, a sangre y fuego, en aquel escultor que intuía D´Ors. Los políticos tratan de que los pueblos se transformen a medida de sus deseos. Pocos lo consiguen y, desde luego, los cuarenta años de la dictadura franquista no son un modelo que pueda defenderse. Creo que la FNFF haría bien en analizar imparcialmente, si ello fuera posible, el período que ha marcado la evolución de la historia española y que no desapareció con el dictador, sino que sus huellas permanecen, pese a leyes de buena voluntad que no desean cumplirse. Franco no fue ni un Carlomagno, ni un Napoleón, ni siquiera un Stalin. Existe ya una abundante bibliografía que ha analizado al personaje: sus carencias y arbitrariedades, su represión y sus consecuencias. No es bueno que un país plantee su pasado sin la oportuna crítica. La guerra incivil, en afortunada expresión de L.M. Anson, no debería ser ya tan a menudo fuente de disensión y polémica.

Vivimos bajo otros designios, los de otro escultor de la historia, el autoritario millonario televisivo Donald Trump, que proclama «América primero» por tres veces, como si necesitara esculpir sobre las oscuras mentes una idea simple e ineficaz. Nunca hasta hoy se habían producido en el propio seno del gobierno estadounidense tamaños desbarajustes, nunca un presidente habría descendido con tanta rapidez en las valoraciones de las encuestas a poco de haber logrado, no sin dificultades, formar cambiantes gobiernos. Las deserciones se acumulan incluso en el seno del partido republicano, aunque gobierna. Pero Trump pretende remodelar los EE.UU. que Obama le legó a su imagen y semejanza. Consiguió su fortuna sorteando quiebras, negocios y presiones tributarias. Aquel programa irrealizable que proclamaba en su campaña electoral trata de abrirse paso superando a los tribunales de justicia teóricamente a su favor. ¿Los EE.UU. conseguirán reducirse a lo que Trump imaginó en sus insomnios? Por fortuna la primera potencia dispone de contrapesos y fuerzas interiores que pueden impedir que el ultraliberal programa, de existir, llegue hasta sus últimas consecuencias. Pero quizá el partido republicano no disponga de la suficiente fortaleza para detener a este líder inesperado e indeseado. D´Ors aludía, al paso, a elementos tan etéreos como la elegancia y la virtud. ¿Qué ha sido de ellos en el mundo político? Desaparecieron víctimas de una ultramodernidad que corroe. Observo alrededor y no veo que los países con los que tratamos de equipararnos las mantengan. En la actual política semejan una entelequia, fantasmas que no recorren Europa ni el resto del mundo. Fueron utopías de finales de los años veinte con sangrantes y trágicos desenlaces. No debemos olvidarlos, sino analizarnos para que la legión de finos escultores que nos rodea no nos devuelvan a sus pasados delirios.