Luis Suárez

Manos limpias

El denunciante siempre se halla convencido de que está realizando un acto de justicia al que le impulsan sin él percibirlo de modo adecuado otros intereses. No se trata de prescindir del delito sino de devolver a la justicia su misión objetiva examinándose primero a sí misma

La Razón
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Al historiador cuando contempla el empleo de términos como éste se le despiertan recuerdos de tiempos pasados. Y a muchos sorprenderá sin duda que mi evocación se dirija ahora hacia la Inquisición, el gran fallo de la Iglesia. Nuestras obras de ficción nos hacen creer que Torquemada fue el responsable. Pero la Inquisición, procedimiento judicial, fue creada en el siglo XIII por el Papa Gregorio IX, que trataba de impedir que los poderes temporales aprovechasen el pretexto de delitos –entonces herejía– para destruir a sus enemigos políticos. El inquisidor no dictaba sentencias sino únicamente definía delitos y entregaba a los culpables al brazo secular. Pero poner en manos de personas concretas tal autoridad permitía que estos eclesiásticos se buscasen justicia por su mano. Y así los abusos. Recordemos a Juana de Arco. Fernando el Católico negoció en 1476 con el nuncio Nicolás Franco –curioso nombre– ser él quien escogiese los jueces con mayor garantía. Y el Papa se dejó engañar. Los dos nombrados se consideraron a sí mismos como varas de la justicia cometiendo atrocidades que aún se recuerdan. Y el Papa decidió rectificar nombrando él al inquisidor general buscando un nombre, Torquemada, sobrino de eminente cardenal y tranquilizante para los propios conversos.

Torquemada en efecto consiguió moderar las cosas. Disminuyó radicalmente el empleo de la tortura aceptando la doctrina de san Raimundo de Peñafort, que daba a los médicos poder para detener el procedimiento si se tornaba peligroso quedando el reo declarado inocente. Por ejemplo, Torquemada se negó a intervenir en el proceso del Santo Niño de la Guardia, que nunca existió, siendo autora del mismo la justicia ordinaria. Débil y no muy preparado, adicto a los reyes, fue al principio rechazado por estos hasta que intervino Isabel y obligó a su marido a renunciar. Pero entre las mitigaciones que de hecho introdujo figuraba una lamentable: los tribunales no procedían de oficio sino que recogían y aceptaban la denuncia de personas particulares. Además, los nombres de éstas y de los testigos se mantenían en secreto. Envidias, celos, intereses políticos entraban en juego. Pero no cabe duda de que los denunciantes consideraban que de este modo procedían con «manos muy limpias». Desde luego no defendían a Dios ni a la piedad ni a la misericordia. Lo mismo que ahora.

Hay un claro modelo de este error nacido de la envidia y la ignorancia: el proceso de san Juan de Ávila. Tras dos años de sufrimiento los inquisidores tuvieron que hacer un duro reproche a los denunciantes: ¿acusar a quien a todas luces era un santo? Una lección que debía tenerse muy en cuenta en nuestros días, cuando el hecho se repite. Pueden los fiscales explicar que no hallan pruebas del delito. Los que a sí mismos políticamente se presentan con las manos limpias políticamente logran que el proceso continué. Y de este modo una de las garantías mínimas de preservación de la libertad se viene abajo.

La documentación conservada permite a los investigadores descubrir que la conducta inquisitorial, aunque injusta, fue menos terrible de lo que se afirma. Pero como ya Talleyrand explicara a Napoleón, un error es mucho peor que un castigo injusto. Y a la Iglesia y a la sociedad española de años lejanos la Inquisición causó un daño irreparable. Hemos tenido que llegar a 1963 con el II Concilio Vaticano para tomar el camino de la enmienda. Pasado medio siglo, ahora nos apercibimos de la enorme importancia que ha tenido esa rectificación. Y ahora estamos en el año de la Misericordia. En efecto, el papel de la Iglesia, su verdadera y profunda misión, descansa en esa ayuda profunda a la persona humana en su corazón y en su mente. ¡Mucho cuidado con las manos limpias! El denunciante siempre se halla convencido de que está realizando un acto de justicia al que le impulsan sin él percibirlo de modo adecuado otros intereses. No se trata de prescindir del delito sino de devolver a la justicia su misión objetiva examinándose primero a sí misma. Para el cristianismo existe un hecho que reviste importancia capital y nos aclara sencillamente el óvulo profundo del error. Poncio Pilato estaba convencido de la inocencia de Jesús y de cuáles eran los objetivos que perseguían sus denunciantes, los cuales a sí mismos se consideraban dotados de las «manos más limpias» que imaginarse puedan. Pero tras algunas arterias torpes para escapar del compromiso acabó lavándose él también las manos. Ahora las manos del procurador romano estaban incluso físicamente limpias. Y Jesús fue crucificado. Poncio se habría quedado muy sorprendido si se le hubiese dicho que precisamente entonces comenzaba el proceso que iba a hacer de la formidable Roma la base cristiana para una nueva sociedad. Ésta que Adenauer y Schumann y De Gasperi tratarían de restablecer en 1947, y en no pequeña parte lo han venido consiguiendo.

La justicia está llamada a intervenir para castigar delitos, pero solo puede y debe hacerlo cuando posee las pruebas, antes y no después del juicio. Ésta es una de las grandes doctrinas que Montesquieu enseñó en el siglo XVIII pero que ya se estaban formulando en España desde finales del siglo XIV. Como todos los procesos históricos, ha sido lento pero al final halla los medios para abrirse camino. El servicio que la ciencia histórica presta en este punto es indiscutible. Permite descubrir los errores y también los aciertos. A los historiadores preocupa con razón un signo que hallamos en la educación de nuestros días: la parte asignada al conocimiento histórico se ha reducido de manera muy notable y esto tiene necesariamente que reflejarse en la conciencia ciudadana. La difícil situación que España está viviendo en estos días contiene también una advertencia al respecto. Se deben conocer los hechos tal y como sucedieron en realidad; el conocimiento de los aciertos y de los errores es indispensable en la libertad que viene recomendando la democracia.