Libros

Joaquín Marco

Mi primer Gabo

La Razón
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Hace pocos días (el 6 de julio) pude escuchar y leer posteriormente a Mario Vargas Llosa en la Universidad de Santander, en diálogo con el colombiano Carlos Granés, rememorando una vez más aquel 1971, en el que el «affaire Padilla» (escándalo de la detención y obligada confesión pública del poeta cubano), dividió a la intelectualidad latinoamericana. Vargas Llosa y García Márquez, antes de sus vivencias barcelonesas, se habían encontrado personalmente en Caracas en 1967, el mismo año en el que el 30 de junio apareció la primera edición, aquella en cuya cubierta figuraba una galeón en mitad de la selva, de «Cien años de soledad». Vargas Llosa, asegura que había leído antes algunos de sus libros. Tras ellos podría, sin duda, descubrirse al amigo común Carlos Fuentes. Vargas Llosa, a quien conocí seguramente en 1962, en los pasillos de la editorial Seix-Barral, tras alcanzar el Premio Biblioteca Breve, con «La ciudad y los perros» y que vería la luz al año siguiente, tras una difícil gestión con la censura que Carlos Barral detalla en sus memorias, se ocupó de ella casi de inmediato: dictó cursos, publicó artículos y escribió su tesis doctoral sobre el maestro colombiano que defendió en la Universidad de Madrid. En 1967, se convertiría en su libro «Gabriel García Márquez. Historia de un deicidio» que publicaría el propio Barral. Pero en la reciente conferencia de Santander, Vargas Llosa ha vuelto al «affaire Padilla» de 1971. Su pública ruptura, de la que Mario Vargas prefiere guardar un coqueto silencio, se produciría pocos años después, en 1976.

Se ha escrito mucho sobre Padilla, al que publiqué en mi colección «Ocnos» antes del escándalo, gracias a José Agustín Goytisolo pero, como buen discípulo de J.P. Sartre, el Premio Nobel hispano-peruano alude al compromiso político de quien fuera su íntimo amigo. Sus palabras no podían sino levantar polémica: «Creo que García Márquez tenía un sentido muy práctico de la vida, que descubrió en ese momento fronterizo, y se dio cuenta que era mejor para un escritor estar con Cuba que estar contra Cuba». Sobre su sentido práctico podría haber contado mucho Carmen Balcells, su Mamá Grande. Conocí a Gabo, poco después de haber publicado «Cien años de soledad», a su llegada a Barcelona donde permaneció algunos años, instalándose muy cerca de la vivienda de Vargas Llosa, entonces también en la ciudad. Pero le vi por vez primera en un piso alquilado y modesto de la barcelonesa calle República Argentina. Meses antes, la revista «Destino» había dedicado dos páginas al entonces desconocido autor colombiano. Josep Vergés, propietario de la revista y de la editorial, me propuso el despliegue, dada la notoriedad que alcanzó de inmediato la novela y, gracias a él, propietario a su vez, de la librería «Áncora y Delfín» logré sus libros anteriores. Pere Gimferrer se ocupó entonces de «Cien años de soledad», libro todavía inaccesible en España. Conseguí, gracias a Carmen Balcells, un manuscrito mecanografiado, alguna de cuyas páginas reprodujo años después «ABC Cultural». Posiblemente fuese el mismo ejemplar al que se refiere Jaime Salinas cuando dice que lo vio sobre la mesa de Barral (incompleto, aunque no fuese así) que tuve en mi poder hasta pocos meses antes de la muerte de Gabo. Carmen me lo había cedido al tiempo que, mientras el Premio Nobel colombiano estuvo en Barcelona, recibía, tras publicar las críticas de sus libros, un ramo de rosas amarillas. Se lo mostré a Eligio, el hermano de Gabo, que llegó a Barcelona rastreando documentación y me comentó que ya sólo quedaban dos ejemplares con correcciones autógrafas. Carmen me pidió que se lo retornara o vendiera por el interés de la familia y hoy, me consta, se encuentra depositado en la universidad de Austin, en Texas.

Fue en aquella primera entrevista –lo he relatado en alguna ocasión– cuando Gabo me pidió si conocía a alguien que pudiera tener interés en comprar la piel de caimán que me mostró. Colombia, por aquellos años, sólo permitía una limitada salida de dólares. Sí, posiblemente, tras las dificultades de su infancia y su primera juventud, no careciera de ese «sentido práctico» al que alude Mario. Pero sus palabras adquieren un matiz político: «Si estabas con Cuba podías hacer lo que quisieras, jamás ibas a ser atacado por el enemigo verdaderamente peligroso para un escritor, que no es la derecha, sino la izquierda». Entiende, pues, que la amistad de Gabo con la Cuba castrista es una cuestión práctica, aunque admita que Gabo deseaba una América socialista. La novela que el autor colombiano escribió en Barcelona, la que requirió tal vez su mayor esfuerzo, «El otoño del patriarca», publicada en 1975, relato coral sobre la soledad del dictador, es tildada ahora por Vargas Llosa como «una caricatura». Responde al propósito común de los escritores de su promoción de escribir sobre «sus» dictaduras, como hiciera Vargas Llosa en «Conversación en la Catedral», de 1969. Aunque defienda su inicial amistad, se mantienen ecos de rencillas hoy carentes de interés. Cuba dejó de ser el símbolo de las desavenencias. Aquel joven Gabo al que conocí en Barcelona, de aspecto caribeño, acompañado de su silenciosa esposa Mercedes, llegaba a Barcelona, ciudad de logrado prestigio editorial, que ya conocía gracias al «sabio catalán» Ramon Vinyes, el librero y narrador en catalán de Barranquilla, para sumarse a la creciente colonia de intelectuales latinoamericanos que residieron por entonces en esta ciudad, abierta y universal, pese a la dictadura.