Joaquín Marco

Morir con dignidad

La Razón
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El poeta modernista Rubén Darío en su más conseguido y dramático poema, «Lo fatal», planteaba una cuestión que permanece todavía en el aire: no sabemos ni a dónde vamos, ni de dónde venimos. Fue más tarde, con la llegada del pensamiento existencialista que algunos pensadores se propusieron desentrañar intelectualmente el fenómeno de la muerte. Cualquier ser vivo consciente sabe bien que la vida, que es lo que cuenta y nos cuenta, tiene un irremediable final. En la Edad Media, tan cercana a una visión cotidiana de la muerte, se representaban las «Danzas de la Muerte» en las que sus actores figuraban no sólo como el Papa o el Rey, sino también personajes de diversas edades, incluidos niños. Porque este siglo XXI en el que vivimos no sólo nos ha permitido ir alargando la vida, sino escondiendo el hecho de que existe el final inevitable. Pero no estamos preparados para concebir, desde nuestra casi ignota inteligencia sentimental, el fenómeno de la muerte infantil. El caso de Andrea Lago cuyos padres han luchado desde los medios de información y el ámbito legal para que su hija que sufría una enfermedad rara e irreversible, el síndrome de Aicardi-Goutières, dejase de sufrir, ha hecho temblar incluso a los políticos. Tal vez no haya sido casualidad que, cuando los padres se encontraban ya ante el juez, el Hospital Universitario de Santiago aceptara por fin retirar la alimentación artificial de la niña de 12 años. No es difícil imaginar el calvario de estos padres y de la familia entera ante el sufrimiento inútil, sin esperanza, de la pequeña. No resulta fácil –y algunos tenemos experiencias semejantes– demandar que los médicos pongan fin a la inútil agonía de un ser querido. Pero en esta casualidad puede haber influido el cese de parte del gobierno gallego, de Alberto Núñez Feijóo, y en el que se encontraba la consejera de Sanidad Rocío Mosquera, quien había asegurado el pasado miércoles que «no se puede pedir a los profesionales la eutanasia activa». Sin embargo, no se trataba en este caso de la eutanasia («buena muerte») activa, puesto que no se le suministrará a la niña ninguna sustancia que acelere su fin. El método elegido son los llamados cuidados paliativos, acompañados de la supresión de una alimentación artificial que permitía dilatar el ya inevitable fin, puesto que Andrea se encontraba en el hospital tras haber sufrido una grave hemorragia gástrica. Su madre relató haberla cogido en brazos desde un lecho inundado en sangre. Tras el tema de la muerte se esconden razones ideológicas, religiosas; todas ellas respetables y de carácter moral. Algunos políticos, como Pedro Sánchez, han demandado un debate abierto para corregir leyes que permitan mayor libertad a pacientes o familiares, mientras que desde el PP se entiende que éstas ya existen. Algunas comunidades, como Andalucía o Cataluña, se anticiparon o modificaron algún aspecto de una Ley de 2002, que suaviza el Código Penal de 1995 según el cual cualquier eutanasia se considera como inducción al suicidio, con penas que oscilan desde los cuatro hasta los diez años de cárcel. La modificación del Código deja impune la calificada como «eutanasia pasiva» que permite sedar a los pacientes o dejarles de suministrar alimentación de forma artificial y desconectar máquinas o sondas que permiten prolongar la vida. Pero existen vacíos legales y desigualdades entre autonomías que habrá que resolver. Los médicos o los comités éticos de los hospitales pueden adoptar medidas que el paciente o sus representantes tienen derecho a rechazar. Dejando a un lado las complejas cuestiones legales la mayoría estaremos de acuerdo en defender una muerte digna, con el menor sufrimiento posible, así como suspender aquellos procedimientos que se califican de encarnizamiento médico.

En el caso de Andrea Lago el proceso ha provocado mayor atención pública al tratarse de una niña. Habría pasado desapercibido de tratarse de un anciano, pero, ya que la progresiva prolongación de la vida es una característica de nuestro tiempo, médicos y legisladores tendrán que ordenar las circunstancias en que ha de producirse un hecho tan natural como universal. Sabemos, aunque no somos conscientes de ello, que en el África subsahariana mueren a diario niños víctimas del hambre o de enfermedades que en nuestro mundo serían resueltas de inmediato. Nos hemos acostumbrado a ver imágenes de estos niños desnutridos EE.UU, por ejemplo, admitió, no sin tomarse su tiempo, su responsabilidad en el bombardeo del hospital afgano de Kunduz, de MSF, donde murieron 22 personas, entre ellas cuatro niños. Pero, por su lejanía, no nos alarma. La fotografía del niño sirio ahogado en la playa produjo, sin embargo, un cambio de política respecto a los refugiados en Angela Merkel y, en menor grado, en el pueblo alemán, que empieza a cuestionar su decisión. La muerte de niños tal vez sea capítulo aparte, pero los padres de Andrea han puesto sobre la mesa una cuestión que a todos nos afecta. Nada hay tan estremecedor como un niño al filo de la muerte, porque la infancia seguimos entendiéndola como el paraíso inicial, la antítesis de nuestro fatal destino.