Antonio Cañizares

Motivos para la esperanza

La Razón
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Sin dejar de tener presente la situación «ambiental» o cultural que nos envuelve, hemos de ser también muy conscientes de lo que pasa o puede estar pasándonos en el interior de la Iglesia. La Conferencia Episcopal hace pocos años lo veía con gran nitidez, advertía de sus efectos y convocaba a adoptar las respuestas oportunas: «El problema de fondo, decía, al que una pastoral de futuro tiene que prestar la máxima atención, es la secularización interna. La cuestión principal a la que la Iglesia ha de hacer frente hoy en España no se encuentra tanto en la sociedad o en la cultura ambiente como en su propio interior; es un problema de casa y no sólo de fuera. Es cierto que esta situación eclesial está influida por la cultura en que nos toca vivir. Pero es preciso mirar con atención las repercusiones que está teniendo en el interior de la Iglesia para darle la debida solución. Tomar conciencia de esto no es promover ningún repliegue al interior, sino, más bien, adoptar la postura y la perspectiva adecuada para la misión. Es decir, que no sea la cultura ambiente la que nos marque los caminos pastorales, la perspectiva global y los asuntos cruciales de la vida de la Iglesia».

No soy pesimista; como hombre de fe, no quiero ni tengo razón alguna para serlo; todo lo contrario. Tampoco soy un radical ni un amargado de nuestro mundo actual, hecho de hombres y mujeres concretos, de criaturas suyas, que es el que Dios nos ha dado, en el que nos ha puesto como regalo de su bondad dando pruebas de su misericordia y de su gracia para con nosotros, y al que amo apasionadamente con toda mi alma, porque sobre todo es querido por Dios. Cierto, no quisiera en modo alguno inducir al derrotismo o a la decepción. Pero parece como si se acercasen a los hombres de hoy «aquellos tiempos» a los que se refería el Señor: «Cuando llegue el Hijo del Hombre, ¿encontrará todavía fe en la tierra?». Si señalo todo esto es para precaver y advertir, para que los cristianos estemos atentos y como centinelas en la noche de una mañana que está más cerca de lo que pensamos o adivinamos. Porque hay una certeza de la que vivo y de la que, sin duda, también viven otros muchos cristianos: Jesucristo «no se ha bajado de la barca de la Iglesia», ni la ha dejado en la soledad de tenérselas que ver sola con un mar proceloso, bravío y amenazante. Una y mil veces siguen resonando ante nosotros las palabras del Señor, que viene sobre las aguas de las olas que rompen contra la Iglesia y la humanidad, a la que ha amado y por la que se ha entregado sin reserva. Vivimos de la mayor de las certezas que es su promesa: «¡Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo!». Es la certeza de su presencia lo que nos anima. Es la hora de la fe y de la esperanza que no defrauda. No podemos negar la evidencia de signos de esperanza, ahí están como señal de que el Señor está con nosotros y cumple su promesa. Ahí tenemos también esa muchedumbre de gentes buenas y fieles, cristianas de verdad, de nuestros pueblos y ciudades, que viven su fe con autenticidad y silenciosamente, con raíces muy profundas en su existencia, que esperan en Dios por encima de todo, que rezan y enseñan a rezar; ahí tenemos tantos y tantos enfermos, que llevan su sufrimiento con verdadero sentido cristiano y ayudan a Cristo a completar su pasión: o esas monjas contemplativas entregadas en la oscuridad de la clausura por completo al Señor por nosotros, los hombres; o a muchos jóvenes, más de los que parece, alegres y dichosos, que buscan a Dios, que siguen a Jesucristo con verdadero ánimo y esperanza, que dicen que es el único que les llena, que se agolpan junto al Papa porque les comprende y les quiere y les anuncia a Jesucristo sin engaño u ocultamiento, o que van de peregrinaciones consumiendo todo un fin de semana cuando podrían estar en la «movida» del viernes y sábado noche, o que engrosan los grupos de parroquias o movimientos, y que encuentran en la Iglesia lo que andan buscando y les sacia, jóvenes de hoy, modernos y con sus fragilidades, como sus compañeros que están alejados, y que, sin embargo creen y siguen con entusiasmo a Jesucristo. Y añado, el Papa Francisco y los mártires de nuestros días. Todos esos, y muchos más, en toda la Iglesia, son un grandísimo signo de esperanza, un aliento grande para todos. Son ellos los que calladamente, sin hacer ruido a veces, están llevando en el fondo a la Iglesia, y son garantía de frutos y fecundidad, como la semilla que cae en tierra y se consume en ella. ¿Cómo vamos a estar desesperanzados si es inmensa la obra que Dios está llevando a cabo en medio de nosotros, aunque las apariencias o realidades emergentes y poderosas puedan hacernos pensar otra cosa? Esas aparentemente pequeñas realidades son el fruto del pequeño grano de mostaza donde crecerá la planta en que aniden las aves, como en la parábola del Evangelio. En todo ese sustrato más fuerte de lo que creemos, porque es la fuerza misma de Dios actuante ahí, es donde nos apoyamos y seguiremos apoyándonos.