Terrorismo

Nada de bromas

La Razón
La RazónLa Razón

El terrorismo no es una broma, ni puede tomarse en broma. Para mí es un axioma, es decir, una verdad en sí misma que no precisaría demostración y menos en España, un país rico en experiencia terrorista. Aquí por la banda izquierda aparte de ETA, que es el terrorismo por excelencia, hemos sufrido al GRAPO, al FRAP, al MPAIAC, a Terra Lliure, al Ejército Guerrillero del Pueblo Gallego Libre; y por la banda derecha al Batallón Vasco Español, la Triple A y otros grupúsculos. Caso aparte es el terrorismo islámico, antes y después del 11M o el GAL. Un panorama cargado de horror que nos hace ser el país con más bandas y atentados de Europa –caso aparte es el IRA– lo que abona la idea de que, en efecto, con el terrorismo y los terroristas, con sus miles de víctimas no cabe hacer gracietas ni bromitas ni tontunas.

Esto explica el delito de enaltecimiento del terrorismo. Cuando un hecho se penaliza es porque la sociedad no lo tolera, quiere protegerse y proteger a sus víctimas. Pero los hay que se indignan por la condena a la tuitera Cassandra, como hace unos meses por la de otro tuitero, Def Con Dos. Cassandra hizo tuits chistosos sobre el asesinato de Carrero Blanco –más su chófer y su escolta– y, salvo que tenga mucha malicia escondida, se hace la tonta: según sus declaraciones debe creer que lo de ETA es un videojuego. Para «quitar hierro» sus defensores apelan, por supuesto, a la libertad de expresión y a unos argumentos muy romos: que en su día hubo bromas por aquel atentado o que una nieta de Carrera Blanco ve exagerada la condena.

Empezando por lo último, que a esa nieta no le repugne que hagan gracias con el asesinato de su abuelo –más su chófer y su escolta– dice poco de ella, pero su parecer es secundario, porque la ley a quien protege no es el honor familiar: protege a la sociedad porque todos somos víctimas de un fenómeno –el terrorismo– cuyo objetivo es aniquilarnos. Y que en su día se hiciesen chistes nada atenúa, no sólo porque la lista de asesinatos entre 1973 y 2017 sea muy larga –aunque fuese mínima sería censurable, no es cuestión de números–, sino porque quien ofende no es el vulgo innominado.

Con todo lo más repelente es el trasfondo sectario e ideológico de los que comprenden a esos tuiteros. Sectario porque, una vez más, siempre coinciden ofensores y ofendidos, todas tienen el mismo sesgo ideológico: ¿se tolerarían bromitas –pregunto– con los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha? La idea repugna, como repugnan los asesinatos cometidos por una banda que aún vive y es que para todo bien nacido y con la cabeza sana, el terrorismo no admite bromas, como imagino que no se admitiría que se hiciesen chistes con las víctimas de los últimos atentados islamistas en Londres, Estocolmo, Bruselas, París o Niza.

No menos grave es que la comprensión hacia esos tuiteros tan bromistas persiga ablandar el sentimiento de repulsa hacia el terrorismo, camuflarlo, anestesiar la conciencia, desmemoriarnos. Es una empresa a la que están entregados sus afines ideológicos, bien por sentirse realmente próximos o para rebañar en ese mundo adeptos, es decir, votantes o para preservar la imagen de la familia ideológica a la que todos pertenecen. Es una suerte de «aquí no ha pasado nada», un «pasemos página» con ánimo de sanear para la vida pública a quienes hacen del crimen su lenguaje político.

Este planteamiento aflora –y no es accidental– con la proclamación por ETA del cese definitivo de sus actividad, lo que da paso al doble proceso de lavado que pretenden esos afines ideológicos: de cara –etarras– y de cerebro –nosotros–. ETA entregará chatarra, pero no es algo del pasado, lejano en el tiempo, las heridas siguen ahí porque ETA sigue ahí: ni se ha disuelto, ni ha reparado tanto daño, ni ha pedido perdón, ni sus miembros huidos se han entregado, ni han confesado los crímenes sin aclarar. Nada en el terrorismo es broma, de manera que tampoco ETA nos tome a broma.