Historia

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¡No destrocéis a los héroes!

La Razón
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Hoy, 8 de diciembre, celebramos como nacional una festividad religiosa, desde que Pío IX en 1854 declarase el dogma de la Inmaculada Concepción. Reconocía una larguísima tradición de devoción a la Virgen María en sus múltiples invocaciones.

Entre estas antiguas tradiciones figura el que llamamos «milagro de Empel» ocurrido en un difícil momento para nuestros Tercios de Flandes allá por 1585. Sitiados nuestros soldados, rodeados por las desbordadas aguas del Mosa y del Waal, destruidos sus diques por el sitiador, encontraron enterrada en un pequeño montículo una tabla con la imagen de la Virgen. Al hallazgo que ya consideraron milagroso y que les dio fuerzas para resistir, se unió el que durante la noche se helasen las aguas circundantes, que permitieron no solo su salida, sino también atacar a las fuerzas sitiadoras. Al almirante de estas fuerzas, Holak, le había respondido nuestro capitán Francisco Arias de Bobadilla: «Ya hablaremos de capitulación después de muertos».

Podríamos citar cien ejemplos, en los que sencillos soldados de Infantería que tienen hoy a la Inmaculada como Patrona se comportaron como héroes. Pero no me ciño solamente a ellos porque el heroísmo no distingue divisas, uniformes, clases o sexos.

Si continuase el hilo conductor de nuestros Tercios hablaría del vadeo del Elba realizado en abril de 1574 cerca de la hoy ciudad alemana de Brandemburgo. Mandaba aquellas tropas el coronel Mondragón (Medina del Campo 1514-Amberes 1596), «espada en la boca, agua por encima del pecho, pólvora, balas, mecha, pan y galleta en un saquete sobre la cabeza». El mismo Mondragón que acudió en socorro de 150 españoles y 25 valones sitiados en Goes –octubre de 1572, un año después de Lepanto–. Al mando de 3.000 soldados ascendió por una de las bocas del Escalda aprovechando la marea baja. La arenga a sus hombres fue sencilla: «A tres leguas unos españoles llevan dos meses sitiados». Sin rechistar se descalzaron, ataron sus zapatos al cuello, formaron apretadas filas de a cuatro para resistir las corrientes del río, liaron un hatillo con pan, bizcocho, pólvora y balas y recorrieron durante cinco horas las millas que les separaban, apurados ante la inminente llegada de la marea alta.

¡Tantos ejemplos! Pero, como decía el clásico, cuando la Patria está en peligro se recurre a Dios y al soldado. Cuando el peligro pasa, Dios es olvidado y el soldado juzgado.

Estos días se juzga en nuestro cine el comportamiento de 33 héroes que resistieron cerca de un año un duro sitio en la iglesia de un villorrio de la isla de Luzón, llamado Baler. ¡Es fácil juzgar hoy lo que sucedió hace 118 años! Y me duele que determinados directores –que no rehuyen ni a la subvención ni al políticamente correcto aplauso del Ministro de turno– renieguen públicamente de ser españoles o que ciertos actores adjuren del concepto de patria, opinen negativamente sobre el comportamiento de un oficial y hagan declaraciones que socavan el sacrificio de unos compatriotas. Como me escribe un lector: «A la Patria se la sirve con virtudes tales como la lealtad, el sacrificio, la entrega y la generosidad y sus correlatos valor, disciplina, sentido del deber y honor a la palabra dada; quienes no conocen estos principios, ¿cómo pueden entender el sentido de patria?». Para mantener una posición sitiada durante un año, su mando debe tener condiciones de un buen líder. Un psicópata podrá manejar a sus hombres unos días o unas semanas, pero más tiempo no: le desertarían sus soldados o lo «suicidarían». También hay ejemplos históricos. Y no es cuestión de entrar en discusiones sobre nuestro Imperio. Aquellos hombres habían jurado defender a España y simplemente cumplieron. Así de sencillo. Así de solemne. Un crítico de cine de esta misma camada ha llegado a escribir: «Sólo de miserable, cretino e idiota puede calificarse a quien sacrificó a sus hombres en lugar de rendirse y disfrutar del hedonismo que les ofrecían los amables filipinos».

A los «últimos» que no se rindieron les dedicó un decreto el presidente de Filipinas, Emilio Aguinaldo, firmado en Tarlak el 30 de junio de 1899:

«Habiéndose hecho acreedoras a la admiración del mundo las fuerzas españolas que guarnecían Baler por el valor, constancia y heroísmo con que aquel puñado de hombres aislados y sin esperanza de auxilio defendieron su Bandera por espacio de un año, realizando una epopeya digna del Cid o de Pelayo... dispongo que las expresadas fuerzas no serán tratadas como prisioneros, sino, por el contrario, como amigos...».

No miento si digo que siento envidia de un Clint Eastwood cuando en «El francotirador» muestra el peaje que el oficio de soldado supone para quienes lo asumen y para sus familias, que soportan sus largas ausencias. Como siento envidia de tantas películas foráneas, cuando aquí seguimos empeñados en despreciar nuestras virtudes.

Por mucha libertad de expresión que reivindiquéis, ¡no destrocéis a nuestros héroes!