José Jiménez Lozano

Nuestras soledades

Erasmo, sin interés ninguno en la política, pregunta en uno de sus libros al lector: «¿Y a ti qué te importa lo que piensa el rey de Inglaterra?», y le aconseja ocuparse de él mismo para ser más sabio y virtuoso, y casi todo el mundo cree que tiene razón Erasmo

La Razón
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A veces se queja uno de que en más de un aspecto nos ha tocado vivir un momento de la Historia en que todo parece «desatornillado» y nadie parece contento, las cabezas parecen huecas y todo resuena en ellas: hay demasiado ruido y furia. Una vez escribí un poema en una situación similar: «Hay días que se me viene el mundo encima,/ le dije dolido a Maestro Cuco./ Me respondió rápidamente:/“¡Pues échate a un lado, y déjale que pase!”». Y como este pájaro es muy listo, creo que me aconsejó bien.

«A mí –decía Montaigne– me gusta la vida de familia, a mí me place el comercio de los amigos, a mí me deleita el tráfago diario de la ciudad y de la casa; pero yo no sería feliz si no pudiera sustraerme a todo esto cuando yo quiero, es decir, si no tuviera lugar donde esconderme». Y pensamiento bien hermoso es éste, y menos expeditivo que el del cuco, aunque al fin y al cabo se trata de apartarse en vez de estarse quejando.

Digamos, enseguida, sin embargo, que Montaigne vivía en un mundo bien distinto del nuestro y, cuando quería, salir de esa su tranquila estancia, lo hacía para dar una vuelta por el tráfago del mundo, enterarse de lo que ocurría, observar, charlar, «di-vertirse» o apartarse de su tranquilidad, para luego volver a ella, provisto además, de material para pensar y comprender. Y podía comprobar luego, allí, en su escritorio, que los hombres de la antigüedad histórica eran lo mismo que como los que había encontrado en sus salidas, y con los que se había ocupado de las cuestiones de la ciudad, porque Montaigne también tuvo su vida pública, y no poca.

Ya en su época, la mayoría de la gente tampoco tenía una estancia tranquila y para sí misma, ni tenía tiempo de leer, pensar, y escribir. En muchas casas no era posible el mínimo silencio, y, en las ciudades también había un ruido infernal, quizás mayor incluso que en las nuestras. Estaba el ruido de carrozas y carretas, el vocerío de vendedores, trifulcas continuas por el polvo que se levantaba, o el barro que se salpicaba, había olores no demasiado agradables, nubes de pordioseros, buscavidas, y ladrones al por mayor y al por menor y, con frecuencia, lucha de espadachines, y asesinatos y secuestros.

Pero también tenían esas ciudades su lado atractivo, y no era el menor el de los mentideros de Corte, con su runruneo político y sus recetas políticas para todos los males. Aunque en general a las gentes no es que las importase ni poco ni mucho ni nada lo que ocurría en la Corte, pero no podían pasarse sin su comidilla. Exactamente como nos ocurre a nosotros, que casi siempre sabemos de antemano lo que van a decirnos en el noticiario, pero en general lo vemos, pese a que las noticias suelen ser más pretenciosas que el rumor y los «avisos escritos» que antes llegaban a las gentes.

Erasmo, sin interés ninguno en la política, pregunta en uno de sus libros al lector: «¿Y a ti qué te importa lo que piensa el rey de Inglaterra?», y le aconseja ocuparse de él mismo para ser más sabio y virtuoso, y casi todo el mundo cree que tiene razón Erasmo. Pero un día, sin embargo, Montaigne estaba en su torre bordelesa, y una lucha armada entre dos facciones se presentó a su puerta. Montaigne oía desde su escritorio el ruido y la ferocidad de esa lucha, pero se asomó a la ventana, y pensó que podía aplacar la furia entre los contendientes. Estos le permitieron quedarse al margen, y le pareció que luego combatían más suavemente. Pero esto es hoy es tan inimaginable como que nosotros nos refugiemos en un rincón del mundo sin que tengamos noticias sobre su ruido y su furia, y, también y sobre todo, que podamos hacer algo para atenuar estos siquiera. Así que ni Montaigne ni Erasmo podrían vivir hoy tan tranquilos.