Estados Unidos

Obama (II)

En cuanto al resultado de la política exterior de la Administración Obama, como resumen general, si comparamos la situación que se encontró con la que nos deja, no cabe más remedio que calificarla de negativa. «Por sus obras los conoceréis», dijo el Señor

La Razón
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Decíamos hace unos días, aquí mismo, que si las elecciones presidenciales norteamericanas están dejando algo claro es que el tradicional debate entre izquierdas/derechas está siendo sustituido por otro entre partidarios y detractores de la globalización. Y esto no solo pasa en Norteamérica, sino también en muchos lugares de Europa, incluido –naturalmente– el Reino Unido.

Pasemos ahora a tratar de juzgar el resultado de la política exterior de la Administración Obama. Como resumen general, si comparamos la situación que se encontró con la que nos deja, no cabe más remedio que calificarla de negativa. «Por sus obras los conoceréis», dijo el Señor.

Para tan magna empresa dividiremos en tres grandes áreas el mundo sobre las que actúa la acción exterior norteamericana, para abordar –con humildad, ciertamente poco detalle y numerosos juicios de valor– la ingente labor de enjuiciar lo logrado por la diplomacia y el músculo militar de la nación líder de Occidente en estos años: Oriente Medio/Primavera Árabe; Europa/Rusia, y finalmente el Pacífico/China.

Aparentemente el presidente Obama encaro lo que estaba pasando en el mundo árabe con la idea de que la guerra de Irak era la mala y la de Afganistán, la buena y justificada. Todas las guerras son una gran tragedia y, en cierto modo, un fracaso colectivo. El aplicar lo de «buenas» y «malas» a unas y otras es de una gran ingenuidad. El caso es que lo de Afganistán se convirtió en la titánica labor de tratar de sacar una nación atrasada, pero orgullosa y dividida étnicamente, de la Edad Media y transportarla a la modernidad y la delicada democracia. Y naturalmente no lo hemos logrado porque, entre otras cosas, faltó paciencia y la definición de objetivos políticos claros y alcanzables. Y encima, con un inestable Pakistán demasiado cerca y dotado con un peligroso puñado de armas nucleares.

En Irak no fue lo peor que la Administración Bush entrara alegando pretextos que posteriormente se han demostrado falsos. Lo pésimo fue disolver el partido Baas y el ejército de Sadam, dejando sin administración a uno de los países árabes relativamente más avanzados y desatando el verdadero núcleo del problema que no es otro que el secular odio entre sunitas y chiíes. Obama logró desentenderse –solo durante un corto periodo de tiempo– del embrollo iraquí para tener que regresar tan solo unos pocos años después a hacer lo que se debió intentar desde el principio. Y arrastrando de paso a sus aliados, entre otros, nosotros.

Pero rectificar nunca sale gratis, y del lío iraquí se «salió» pagando el alto precio del encumbramiento de Irán, que alteró profundamente a todas las naciones suníes, incluidas naturalmente Arabia Saudí y Turquía. Además, la tragedia iraquí se repitió –agravándose– en Siria, donde ni los más optimistas ven salida factible a corto plazo.

Qué mal comprendió la Primavera Árabe el presidente Obama y su equipo. Las naciones árabes no buscaban con ella alcanzar la democracia, sino simplemente sustituir unos líderes tiránicos –por cierto, prooccidentales–, pero sin tener que pagar el precio de olvidar su religión y sus tradiciones.

A Rusia –la de Putin y la de siempre– tampoco se la entendió precisamente bien. El ampliar hacia el este la UE y la OTAN, dejándolos a ellos fuera, desató un temporal que un estudio más atento de la Historia nos hubiera hecho prever. Y no fue porque el presidente Putin no avisara, que con lo de Georgia y Moldavia bien que lo hizo. Pero tuvo que llegar la tragedia ucraniana para que Obama comprendiera que la geopolítica no había muerto y que las buenas intenciones no bastan. Que el infierno está empedrado con muchas de ellas. Además, un Putin más oportunista y decidido que profundo aprovechó las vacilaciones (recuérdese lo de aquellas infaustas líneas rojas) para interponerse en Siria y complicar ¡aún más! la situación.

Aunque lo que China está tratando de hacer en el mar Meridional –convertir bajos y atolones deshabitados en territorios propios– nos parece algo lejano, podría llegar a comprometer la libertad de los mares y, con ella, el comercio mundial y la globalización. No es pues un problema distinto y lejano, aunque la impotencia europea en ese teatro nos empuje a tratar de no verlo. La prioridad que la Administración Obama quiso adjudicar al Pacífico, tratando de contener la expansión de la potencia económica china, no está dando buenos resultados, ni diplomáticos ni comerciales ni tan siquiera militares. La mayoría de las naciones asiáticas están expectantes para ver cómo acaba esta pugna chino-norteamericana, encima con algunos perturbadores sin control como los de Corea del Norte.

El presidente Obama ha dado prioridad a la acción cinética indirecta –ciberataques, eliminaciones de líderes con drones y operaciones especiales– sobre los medios tradicionales militares, es decir, el empleo de los ejércitos. El problema con estos medios –haciendo abstracción de consideraciones éticas y legales– es que también están al alcance de nuestros enemigos. Que hemos entrado en un campo pantanoso, donde tener el ejército convencional más poderoso del mundo te va a servir de poco. Que estamos combatiendo en terreno favorable a los enemigos de Occidente. Esto es lo que pasa por lo del «leading from behind». Sólo se puede liderar dando la cara, donde propios y extraños puedan verte y saber qué es lo que quieres. Sobre todo, si el presidente norteamericano quiere preservar un mundo globalizado, diseñado por ellos y que tan favorable les ha sido hasta ahora.

Adiós, presidente Obama. El intentarlo no ha sido suficiente.