Restringido

Pero ¿qué hay que cambiar de la Constitución?

La Razón
La RazónLa Razón

La reforma constitucional, hasta ahora fuera de la agenda política del partido del Gobierno, parece haber encontrado hueco y relieve electoral. Lo ha introducido, primero, el ministro de Justicia, Rafael Catalá, y confirmado más tarde el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. No se aclara bien en qué términos, pero parece aceptarse como punto de partida el Informe del Consejo de Estado de 2006, elaborado bajo la presidencia del profesor Rubio Llorente, respondiendo a las cuestiones formuladas por el presidente Zapatero.

Siendo importante el punto de partida, que afecta a la sucesión en la Jefatura del Estado (igualdad de sexos) y a cuestiones relativas a la mejora en la articulación de los mecanismos de integración europea, la cuestión nodal de la reforma constitucional debe lidiarse en los derroteros territoriales. Existen otros cambios necesarios, en especial el de la Justicia, que podrían solucionarse con pactos de Estado entre los principales partidos, aunque la praxis ha acreditado su incapacidad para ponerse de acuerdo. Por ello, para que una reforma constitucional sea posible, además del espíritu o voluntad política de llevarla a cabo, es necesario seleccionar bien los objetivos y las prioridades.

Muchos ciudadanos se preguntan por qué es necesario cambiar la Constitución. La primera respuesta requeriría justificar el cambio, sugiriendo las ventajas que del mismo se derivarían. Aquí la respuesta no es complicada y puede ser explicada. La Constitución, aunque se hizo con vocación de permanencia –fue denominada la Constitución del consenso–, nació, sin embargo, con carácter de provisionalidad en materia territorial. Lo que preocupaba a Suárez y luego a los constituyentes era resolver el problema de las llamadas regiones históricas, esto es, las que habían plebiscitado en tiempos de la II República un Estatuto de Autonomía, en especial País Vasco y Cataluña. El resto quedó en la indeterminación; estaba por escribirse fruto de la opción por el principio dispositivo, tomado de la Constitución republicana de 1931.

Tampoco la regulación del Título VIII, el que se refiere a la organización territorial del Estado, fue un dechado de virtudes. Se le calificó de «gran ceremonia de la confusión», debido al galimatías competencial que incorporaba. Con todo, gracias a la labor de los grandes partidos nacionales –pactos autonómicos– se puso orden en el acceso generalizado de todos los territorios a la autonomía constitucionalmente garantizada y merced a la labor interpretativa del Tribunal Constitucional –insustituible de un Estado compuesto como el nuestro– se puso cierto orden en el alambicado sistema de distribución de competencias. En dicha redefinición hubo más luces al principio (años 80-90 del S. XX), y más sombras a partir de determinados cambios (lotizzazione) en su composición, que desembocaron en la STC 31/2010, de 28 de junio (Estatut Catalán), que siendo en lo esencial correcta, marca ya un punto de inflexión insuperable, que puede resumirse en dos máximas: el TC no puede hacer decir a la CE lo que ésta no dice, y los estatutos de autonomía no pueden superar el marco de la Constitución.

En todo este asunto territorial quedaba el papel o rol del Senado, que se diseñó de manera provisional en 1978, –al no estar constituidas las CC AA–, sobre el modelo provincial de 1977, que como se sabe constituye uno de los puntos débiles del sistema, al impedir que las comunidades autónomas participen en la formación de la voluntad nacional, a través de la Cámara territorial y, en consecuencia, que cada una se busque la vida como pueda, en especial la relación bilateral, que sólo conduce, si se lleva de manera generalizada y desigual, a una especie de confederación asimétrica, germen de la descomposición del Estado; momento actual, en el que nos encontramos, agravado por la cuestión catalana y la crisis económica.

Por dicha razón y a la hora de establecer prioridades en materia de reforma constitucional, la principal es la territorial que conlleva la reforma del Senado, lo que conduce a su vez a la reforma del Congreso y sus competencias y de suyo a la modificación en clave federal del sistema de competencias diseñado en el Título VIII. Teniendo, además, presente que el sistema de competencias compartidas en exceso no conduce a nada positivo en el momento actual, si no se modifican los mecanismos de colaboración y de cooperación necesarios para que el Estado funcione en su conjunto de manera más articulada, y no como si se tratase de 17 miniestados que viven de espaldas unos a otros y todos o algunos (en función del color político) frente al Estado central. Es por ello que necesitamos normas constitucionales que permitan participar a las CC AA en la legislación, a través del Senado y de reglas competenciales más claras que posibiliten hacer funcionar al Estado en su conjunto de manera más articulada. En caso contrario, el caos formará parte a la larga de las posibles soluciones organizativas.

Es, por tanto, una buena noticia que en vísperas electorales el partido del Gobierno incluya en su programa electoral la reforma constitucional. Al partido ganador y a su candidato les tocará tomar la iniciativa y saber forjar consensos, pues en eso consiste el liderazgo en una sociedad moderna en unos momentos cruciales de nuestra historia.

*Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Navarra