Ministerio de Justicia

Quintaesencias y fárragos

La Razón
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Permítanme un breve apunte autobiográfico. Al inicio de mis estudios universitarios empecé a colaborar en la prensa escrita, lo que dejé al ingresar en la Judicatura. Aquello me fue muy útil. Dinerillo aparte, a base de correcciones, aprendí a redactar, a exponer ideas con claridad y sobriedad, sin florituras y gracias a la dictadura del espacio aprendí a decir con diez palabras lo que de ordinario diría con cincuenta.

La literatura procesal es muy distinta. Al manejo de una concreta terminología –que es indisponible– se une la exposición de ideas abstractas, con el riesgo de caer en redacciones no ya plúmbeas sino incomprensibles. Lo primero puede ser inevitable, nunca lo segundo. Esa formación periodística me ha sido muy útil y procuro aplicarla, eso sí, sin merma del rigor jurídico y siempre teniendo presente que no debo buscar lucimiento pues es el Estado quien, a través de sus jueces y éstos mediante sus sentencias, le habla a un ciudadano que tiene que saber las razones de lo decidido desde su poder jurisdiccional.

Es polémico un reciente acuerdo del Tribunal Supremo limitando a veinticinco folios la extensión de ciertos escritos procesales de las partes. Sin entrar en detalles –no hay espacio–, sí destaco que responde al previsible aumento de trabajo judicial, cuya eficacia pasa por escritos ceñidos al núcleo del litigio, evitando fárragos cuya lectura dilapide tiempo y paciencia. Tal medida no merma el derecho a la defensa y ayudará a un cambio de mentalidad: el abogado más que mostrar al cliente un escrito mostrenco como sinónimo de su buen hacer profesional, debe centrarse en lo importante: que el juez se entere bien del asunto.

No es raro que los abogados nos obsequien con escritos de varios centenares de folios, lo que, como digo, a veces se identifica con buena defensa. Si la parte contraria acepta el desafío, responde con otro mamotreto del mismo porte y el juez tiene que juzgar esa semana entre tres y cinco asuntos más. Se deducirá que esos centenares de folios equivalen al original de un libro, lo que implica que el juez tiene no ya que leer, sino estudiar varios libros en una semana; más deliberar los asuntos, redactar sentencias, practicar pruebas, etc. Ese abogado quizás ganará el aplauso clientelar, pero también el enojo judicial.

¿Cómo trabaja un juez? Conocí a un letrado que ingresó en la Carrera Judicial por el prestigioso quinto turno del Tribunal Supremo, es decir, en una plaza reservada a juristas de reconocido prestigio. Provenía de una relevante empresa y al llegar preguntó por «su equipo». Hubo que aclararle que en nuestra Justicia ningún juez tiene «su equipo», ni siquiera en el Supremo. Cada juez depende de sí: nadie le resume el pleito, nadie le busca bibliografía, legislación o jurisprudencia, nadie le elabora un proyecto de sentencia. Los asesores o ayudantes personales sólo están al alcance de políticos o instituciones que elaboran y gestionan sus presupuestos.

Se entenderá así qué piensa un juez cuando las partes le obsequian con unos fárragos que contribuyen a la inseguridad judicial. Ante un trabajo apremiante el fárrago invita a la lectura acelerada, y a que las ideas centrales de un argumento puedan perderse, máxime si el letrado no ha sido agraciado con el don de la claridad expositiva. Admito que los jueces somos víctimas pero también coautores de esa tendencia al fárrago, con sentencias kilométricas en las que lo esencial finalmente se ventila mal y en pocas líneas.

La reacción de Gracián ante el barroquismo de su época lo resumió apelando a la quintaesencia frente al fárrago y derivado de sus máximas se dice que lo bueno, si breve, dos veces bueno. Su consejo es que lo superfluo ceda ante lo esencial, por eso el acuerdo del Tribunal Supremo es sensato. Sigue el criterio de otros tribunales extranjeros e incide en lo básico: el proceso no está para lucirse, dar lecciones ni alardear de unos conocimientos que se presumen, sino para resolver un conflicto y, en su caso, fijar doctrina clara. El fárrago suele ser el camuflaje de la confusión, de la escasez de ideas, por eso el mal estudiante se «enrolla» en los exámenes. Vayamos a lo esencial y de ahí no nos salgamos.