La valoración de la Monarquía

Segunda restauración de la Monarquía

La Monarquía sigue desempeñando en los países europeos que aún la conservan un papel innegablemente positivo. Y los casi cuarenta años de protagonismo que don Juan Carlos protagonizó constituyen una clara demostración

La Razón
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Se cumplen ahora tres años del reinado de quien añade el número sexto a su nombre de Felipe, cuatro Habsburgo y dos Borbón. Al segundo de ellos correspondió un dominio tan extenso que podría calificarse de «universo mundo». Y algunos lo hicieron. Dejando a un lado los engaños propagandísticos malversados por la Leyenda Negra y poniendo los ojos en El Escorial se aprende que con él alcanzaba su meta final aquella forma de Estado exclusiva de Europa y que llamamos Monarquía. Sin ella, pese a deficiencias y errores que a los historiadores corresponde analizar, no hubiera sido posible alcanzar el sistema liberal parlamentario que se prefiere calificar de democracia. Dos veces y por errores de juicio se suspendió en España, y en ambas ocasiones y con matices distintos la consecuencia fue un fracaso que condujo a rupturas internas a veces muy crueles.

La Monarquía sigue desempeñando en los países europeos que aún la conservan un papel innegablemente positivo. Y los casi cuarenta años de protagonismo que don Juan Carlos protagonizó constituyen una clara demostración. Para entenderlo es bueno retroceder en el tiempo. Ya en el siglo VI cuando Hispania se convertía en un trozo de supervivencia de la romanidad se explicaron dos de las dimensiones esenciales: los reyes en España no eran coronados sino jurados y la autoridad es un bien porque enseña correctamente la forma adecuada de vivir. Para que las dos partes puedan prestar adecuado juramento tienen que ser libres. Y así se formulaba incluso de una manera escrita. La leyenda nos inventa a un Cid que toma juramento al rey antes de que pueda empezar a reinar en Santa Gadea de Burgos. Y el 10 de julio de 1969 los presentes en las Cortes para jurar a Juan Carlos eran muy conscientes de que se estaba alcanzando al fin la libertad. Así me lo explicó personalmente Adolfo Suárez cuya importancia no es necesario destacar. La segunda Restauración que vino rodeada de las perspectivas de una reconciliación que superaba al parecer todos los odios fue en cierto modo un retorno al pasado y al mismo tiempo una novedad que permitía pasar de los rigores de un autoritarismo a ese entendimiento entre personas que iban a poner por escrito y constitucionalmente un patrimonio de valores innegables. Era el momento de recordar aquel axioma que los Concilios de Toledo hicieran suyo: «rex eris si recte facias, si non facias nos eris». Una responsabilidad que alcanza a todos aquellos que en nombre de la directa autoridad ejercen el poder. Pero lo que el reino juraba a su rey y recibía a su vez de éste era la obediencia a todas las leyes y usos y costumbres que eran calificadas de libertades del reino. La Constitución es la primera de ellas. Algo que el señor Puigdemont y otros con él prefieren olvidar. A un historiador se ofrecen ahora como palabras muy oportunas las que Jovellanos, el gijonés ilustrado, pronunciara en el momento de discutirse la convocatoria de las Cortes de Cádiz: la Monarquía española siempre ha contado con su constitución; puede y acaso debe ser repasada para mejorarla. También el daño que causó Fernando VII cuando tiró por la borda el documento innovador de Cádiz.

Ahora que don Juan Carlos desempeña un papel que le permite aplaudir las formas y maneras en que su hijo ha sabido recoger y completar su fecundo trabajo se impone a los españoles una profunda reflexión: dejando a un lado pecados, errores y omisiones que todos cometemos estos cuarenta largos años han servido para demostrarnos el valor que esa forma de Estado elaborada a través de los siglos ha llegado a adquirir. España, perdida el 711 fue capaz de recuperarse. Devolvió a Europa el Mediterráneo sacudiendo las amenazas del fundamentalismo. Supo extender las lindes de la persona humana y abrió las rutas marítimas cumpliendo por primera vez la tarea de demostrar la redondez del orbe. Y frente a los terribles desastres que la afligieron fue capaz de demostrar que podían ser superados siempre y cuando el entendimiento entre el reino y el rey se mantengan. Podemos considerar el reinado de don Juan Carlos como una verdadera revolución que se brinda como ejemplo y modelo a muchas sociedades que atraviesan amargas coyunturas. El rey se atuvo exclusivamente al uso de la autoridad que consiste en decir dónde está el bien que debe alcanzarse sin pretender sustituir el valor de las instituciones como pretenden los partidos políticos. De ahí el cumplimiento de aquella norma tantas veces repetida: cuanto mayor sea la autoridad tanto mejor; el poder es únicamente el palo que se aplica a corregir en las posaderas a quienes no cumplen la ley. ¡Ojalá que no tuviéramos que esgrimirlo! Pues la libertad depende del cumplimiento del deber. ¿Qué libertad puedo yo gozar si los demás no cumplen sus obligaciones conmigo? Y en aquella América que se viera obligada a recurrir a las armas para completar su madurez la presencia de los monarcas ha bastado para comprobar que a fin de cuentas somos una familia aunque no falten ovejas negras como en todas partes. Y el siglo XXI va a alcanzar ese modelo final. Un toque de atención: la política se engaña con frecuencia a sí misma creyendo que todo depende del poder material que un determinado grupo puede llegar a obtener. La realidad nos enseña precisamente lo contrario: progresar consiste en ser cada vez más justos y mejores. Cada vez que abro las páginas de un periódico no puedo evitar el impulso a aplaudir: Felipe VI ha aprendido la lección y está logrando éxitos silenciosos que son precisamente aquellos, que hacen a España cada vez más significativa y más libre. Y me entristecen profundamente los que a veces muestran su hostilidad. Estamos en un camino que no conviene abandonar.