Antonio Cañizares

Semana Santa

La Razón
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Un año más, nos encontramos de lleno en la Semana Santa. Con la procesión de ramos y palmas, el domingo, entramos en los días santos en los que los cristianos contemplamos y celebramos los Misterios de nuestra fe. Son días para vivirlos nosotros con intensidad de fe y profunda religiosidad. Tal vez, en pocas cosas como en la Semana Santa, se nota hasta qué punto la secularización de nuestra sociedad ha hecho mella en las gentes tradicionalmente cristianas y han desvirtuado su sentido más verdadero. Por eso, al celebrar la Semana Santa, sentimos hoy una llamada a dar un testimonio de nuestra fe más transparente y convincente.

Hemos iniciado la celebración de la Semana Santa con la memoria de la entrada de Jesús en Jerusalén. La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino de Dios que Él, recibido en su ciudad por los niños y por los humildes de corazón, va a llevar a cabo mediante la Pascua de su muerte y resurrección Es aclamado como el que viene en el nombre del Señor y trae la salvación. No conquista Jerusalén, figura de la Iglesia, ni por la astucia, ni por argucias, ni por la violencia, ni por la fuerza ni poder mundano alguno, sino por la humildad que da testimonio de la verdad. Por eso sus súbditos ese día fueron los niños y los «pobres» de Dios, que lo aclaman como los ángeles anunciaron a los pastores. Se despojó de su rango, tomó la condición de siervo, rey pacífico.

Ya en esta escena de la entrada en Jerusalén se adelanta lo que sucederá en la pasión. Se rebajó. En obediencia. Buscando y cumpliendo la voluntad del Padre. Contemplando al que entra en Jerusalén y al que está clavado en la Cruz vemos el rostro de Dios y escuchamos la Palabra de Dios en la que Dios nos lo dice todo, se dice todo y se entrega todo. Estos días, de manera particularmente intensa, sentimos la llamada a escuchar al que está colgado del madero de la Cruz. El Padre nos lo ha dicho todo en Él y todo nos lo ha dado con Él. Quien le ve suspendido de la Cruz, ve al Padre. Su rostro escarnecido, su santa faz que no parecía de hombre pues tan desfigurada estaba, sus espaldas heridas por los azotes, sus rodillas sangrantes por las caídas, sus sienes manantes de sangre, sus manos y sus pies taladrados, su pecho traspasado, su despojo, su desnudez, ese condenado en medio de otros dos condenados, ése es la Palabra única de Dios, su única imagen.

Deberíamos los cristianos tener nuestra mirada fija en Jesucristo, nuestros oídos puestos en Él; mirar sus heridas, su soledad, su sed y su inmenso dolor, y ver que todo ello es «por nosotros». ¿Hay acaso un amor más grande? Al contemplarlo en su silencio de la cruz, donde nos lo dice todo, nos revela todo el secreto de su persona y de su vida, nos desvela el secreto de un amor infinito que se entrega todo por nosotros para que tengamos vida plena y eterna: Dios mismo.

En estos días de Semana Santa, la contemplación del rostro de Cristo nos lleva a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la agonía en el huerto de los olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: «¡Abba, Padre!». Le pide que aleje de él, si es posible, la copa del sufrimiento. Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo: para devolver al hombre el rostro del Padre. Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del «rostro» del pecado, para devolvernos el rostro de Dios.

Muchos cristianos pasan de largo y no se detienen junto al Señor crucificado, o le miran con rostro distraído, o como meros espectadores de un espectáculo o pasatiempo de ayer que hoy se escenifica. Desconocen al Crucificado. No advierten que sin su muerte en cruz por nuestros pecados, Jesús no hubiese resucitado, ni estaríamos salvados. La verdad es que nunca estuvo tan cerca de nosotros Dios todopoderoso, como cuando en su Hijo querido gustó la debilidad y la miseria más extrema. Únicamente de este modo pudo probar Dios que lo más poderoso, lo que lo sostiene todo, es el amor, su amor, y no el poder con el que soñamos todos. Es imposible, por lo demás, encontrarse con el Crucificado sin empezar una vida nueva fundada en el amor, que es inseparable de la confianza plena puesta en Dios Padre. Ahí está Dios que es Amor: su amor entregado hasta la indefensión suprema o el más atroz de los desvalimientos.

Ahí, en el rostro de Jesucristo, se esconde la vida de Dios y se ofrece la salvación del mundo. Pero esta contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡El es el Resucitado! No podemos separar la muerte de Jesucristo de su resurrección, ni ésta de su muerte. No podemos ver estos acontecimientos como algo que está en el pasado, como un vago o mero recuerdo. La Semana Santa nos sitúa ante su perenne actualidad. Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. Cuán dulce y maravilloso es Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón. La Iglesia, animada por esta experiencia, retoma hoy su camino para anunciar al mundo y ofrecer y compartir con toda la realidad de nuestra fe: la victoria del amor, la victoria sobre la muerte, la victoria de la vida y de la alegría, la victoria de Dios. Que este sea el sentido de la Semana Santa para nosotros cristianos: reemprender animosos nuestro camino para anunciar a Jesucristo, el Crucificado y Resucitado, que vive para siempre y es nuestra esperanza, nuestra dicha y nuestra gloria. Que sea muy Santa esta Semana; que la gracia de Dios y la celebración litúrgica de los misterios nos santifiquen.