Joaquín Marco

Septiembre negro

La Razón
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Tras un agosto no ajeno a la violencia llega un septiembre cargado de malos presagios, en los que Cataluña, en el ámbito nacional, ha agotado tiempos y, diga lo que se diga, aquel remoto, anunciado e improbable choque de trenes se ha convertido en realidad. El argumento de la obra estaba ya escrito y en este juego las cartas estaban marcadas. Todo puede resultar imprevisible. Es lo malo que tienen los políticos que no ejercen como tales. Las posibilidades de cualquier entendimiento entre la Generalitat y el Gobierno se han volatilizado. El festivo 11 de Septiembre cae en lunes y el gobierno catalán espera que el largo puente culmine con las mayores manifestaciones de los últimos años. Alguien considerará que las masas no representan la mayoría del pueblo catalán, preocupado por cuestiones más prosaicas. El crecimiento económico del que tanto se alardea desde el gobierno no coincide con la realidad social. Pero en esta ocasión las habituales y masivas manifestaciones han de convertirse en el preludio de un primero de octubre que desembocaría en grave conflicto institucional. El día 6 fue el pistoletazo de salida de otro proceso. Algún miembro del Govern había ya anunciado que cualquier obstáculo que dificultara la «desconexión» llevaría de nuevo a los catalanes a las calles en búsqueda del oportuno conflicto que habría de suponer un escándalo a nivel internacional. Porque Cataluña se ha convertido, a ojos de los independentistas o soberanistas, en el ombligo del mundo. Berlín, Nueva York o Tokio deberían estar más preocupados por el legalista conflicto catalán que por los misiles de Corea del Norte y la actitud que, frente a los desplantes, puede tomar un imprevisible Donald Trump que ha iniciado ya su promesa de su América primero.

Los presagios de este Septiembre Negro, nada tiene que ver con aquella organización terrorista palestina que surgió el 6 de septiembre de un ya lejano 1970 contra Hussein I de Jordania y lograría la notoriedad tras el asesinato de once atletas israelíes, aunque tras varias trágicas ocurrencias sería disuelta tres años más tarde. Para Cataluña, agosto resultó con los atentados de las Ramblas barcelonesas suficientemente negro. Pero las playas siguieron a rebosar y lo que siguió fue un lamentable aprovechamiento político de la desgracia, la desvergonzada utilización de un conflicto generalizado del que no deberíamos restar ajenos. Pero la caótica, por no calificar de miserable, actitud internacional conlleva estas penosas situaciones. Si Trump y sus acólitos logran evitar lo que podría convertirse en la gran hecatombe del siglo y el insensato Kim Jong-un no abandona sus juguetes nucleares, ¿qué puede importarnos la nueva república catalana a quienes, pase lo que pase, volverán a ondear las mismas banderas y corear idénticos eslóganes? Este septiembre negro va más allá de cualquier nacionalismo y el peligro alcanza la supervivencia de las civilizaciones. El president Puigdemont, tras el abandono de Mas, estima que, superado el Gobierno y el Tribunal Constitucional, los inicios de octubre han de convertirse en otra nueva era para una Cataluña ya irredenta. Pero nadie puede vivir con seguridad en un mundo amenazado hasta por la continuidad de la especie. Se nos advierten de temibles cambios climatológicos que desembocan en catástrofes que ya comenzamos a otear. Un tiranuelo norvietnamita hace temblar las Naciones Unidas. Pero nada impedirá, ante un cierto hartazgo indiferente de españoles que no viven en Cataluña, que las banderas que ondeen al viento el día 11 y los siguientes se conviertan en una pesadilla que puede derivar en permanente. Tras ellas –y debería entenderse así– laten emociones muy íntimas de adscripción y pertenencia, sentimientos que proceden de siglos y que ahora confluyen, fruto de malas políticas y carencias. Se dejaron pasar oportunidades por una soberbia mal entendida. Se supuso que los trenes corrían en direcciones paralelas y se perderían en el infinito. Se trató del encontronazo como de una remota posibilidad. Pero los maquinistas siguieron rutas mal trazadas y en ello podemos permanecer nadie sabe cuánto tiempo ni cómo.

Ni el 23-F puede compararse a la deseada descomposición territorial que no llegó del terrorismo etarra, ni de los atentados que otros países europeos, como nosotros, sufrieron de un islamismo radicalizado. Porque el «problema catalán» tiene sus rabiosos orígenes en el poético Romanticismo conservador y hasta eclesial. Es absurdo remontarse a anteriores guerras dinásticas. Los niños catalanes de hoy entienden el 11 de Septiembre como la Fiesta de la Independencia. Ello no puede comprenderse más allá del Ebro si no se constata. La autonomía ya no resulta un marco tolerable para, por lo menos, la mitad de una población en gran parte mestiza. Hemos olvidado que el núcleo terrorista que actuó en La Rambla se forjó en Ripoll, capital del románico catalán. No hace falta ir muy lejos hasta advertir la simbología de Montserrat con su Virgen negra. No es la CUP lo que debería preocupar a los gobernantes, sino la amplia clase media que reside en Cataluña y que con sobradas razones observa con simpatía un secesionismo mal entendido. Recobrar su confianza debería ser la mayor preocupación de aquel centro político que ocupó en su día Jordi Pujol. Nadie lo habita ya. Las escasas voces sensatas callan o se han trasladado a Madrid. Octubre no será ni rojo ni tal vez revolucionario. Porque quienes han dinamitado la autonomía no saben muy bien a dónde dirigir sus pasos. La inercia política resultó un estrepitoso fracaso, pero el futuro no está escrito: sufriremos el presente.