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Síndromes y síntomas

No sirve de excusa saber que siempre ha sido así y que el «vuelva usted mañana» que denunciaba Larra, forma parte de nuestro ADN de resignada aceptación social

La Razón
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Con demasiada frecuencia todos topamos alguna vez con servidores públicos que han hecho de su función, no sólo cota de poder, sino finca de su propiedad. Ante esta situación suele ser muy difícil esgrimir derechos o urgencias aunque simplemente se trate de obtener información, asesoramiento o informes técnicos. Son los que proclaman su intransigencia como si se tratase de una virtud.

Relaciono frecuentemente esta actitud con la del coronel Nicholson tan bien descrita en sus pliegues psicológicos por el francés Pierre Buille autor de la novela «El puente sobre el Río Kwai» llevada al cine con una interpretación magistral de Alec Guinness en el papel del protagonista. La historia es bien conocida. En un alejado frente asiático en plena Segunda Guerra Mundial, los japoneses a costa de grandes esfuerzos pretenden unir por vía férrea Birmania con Siam. Para dar idea de la difícil misión, baste recordar que 16.000 soldados aliados reposan en los cementerios cercanos a este trazado. Nicholson es el oficial más antiguo de un contingente de prisioneros ingleses internados en uno de los campos de concentración especialmente ubicados sobre el trazado de la vía para ser empleados en los trabajos de construcción de la misma. Ante el fracaso de proyectos japoneses para construir un puente de ferrocarril sobre el río Kwai, Nicholson diseña, localiza y dirige la construcción de un magnífico paso, también a costa de enormes sacrificios de sus hombres. Hay eficacia, hay formación técnica, hay organización, pero también hay arrogancia. Está convencido de que su liderazgo es un símbolo de la moral, el espíritu, la dignidad y la eficacia británicas. No sólo se convence a sí mismo sino también al comandante japonés Saito, responsable del campo. Cuando su alto mando considera que el proyecto va contra sus planes estratégicos que contemplan el que la línea férrea Birmania-Siam no llegue a funcionar, el coronel esgrime «la propiedad de su puente» y en cierto sentido se convierte en colaboracionista del enemigo nipón.

¿A cuántos políticos y funcionarios –servidores públicos en resumen– conocemos que esgrimen este mismo síndrome de propiedad? No sirve de excusa saber que siempre ha sido así y que el «vuelva usted mañana» que denunciaba Larra, forma parte de nuestro ADN de resignada aceptación social.

Nuestro Rey Felipe VI suele recordarnos en sus intervenciones una máxima bien conocida en los Ejércitos: «mandar es servir». Si todos hiciésemos de nuestras responsabilidades, por altas que estas fueran, un ejercicio de servicio a los demás, seguramente no tendríamos los problemas que vivimos. Porque tanta gente ha hecho del servir, un servirse a sí mismo, que han dejado un poso de desconfianza, de injusticia social, cuando no de lógica indignación, que será muy difícil digerir. Y si se repasa la nómina de estos «servidores de sí mismos» se encontrarán pocos casos de personas sin recursos, que robaron simplemente para subsistir. Porque hablamos de empresarios, políticos, incluso sindicalistas, que un día pensaron que eran intocables, que el sistema jamás les recriminaría, que la Justicia no iba con ellos.

David Owen, el político –y médico– británico describió en su libro «En el poder y en la enfermedad» el denominado síndrome de Hybris. Explica como muchos hombres poderosos acaban enfermando de desmesura, soberbia y vanidad. «El éxito les hace sentirse tan excesivamente seguros de sí mismos, que desprecian toda clase de consejos y acaban desafiando la realidad misma».

Y provocan una indignación social que Ayn Rand, la filósofa y escritora estadounidense, nacida rusa, describía con crueldad en 1950: «Cuando adviertas que para producir necesitas obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebes que el dinero fluye hacia quienes no trafican con bienes sino con favores; cuando percibas que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por su trabajo y que las leyes no te protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los protegidos; cuando descubras que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrás afirmar que tu sociedad está condenada».

Mahatma Gandhi lo decía de otra forma pero con el mismo fondo, cuando analizaba los factores que podían destruir al ser humano: «la política sin principios; el placer sin compromiso; la riqueza sin trabajo; la sabiduría sin carácter; los negocios sin moral; la ciencia sin humanidad; la oración sin caridad».

Pero no quiero dejar un sabor pesimista a esta reflexión. Porque se que lo descrito no afecta a toda la sociedad. Pero siempre hace más ruido el árbol que cae, que todo el bosque que crece. Gran parte de los españoles cree en valores, en compromisos, es responsable en el trabajo, son sacrificados, profundizan en la ciencia con humanidad, son generosos solidarios y caritativos.

Simplemente hace falta que este bosque de gente honesta «haga más ruido» que los árboles que van cayendo.