Luis Alejandre

Siria: ¿Deber de injerencia?

La Razón
La RazónLa Razón

Bien sé que no es sencillo. Bien sé que las Naciones Unidas fueron concebidas con un principio básico: «Ninguna disposición de esta Carta (Artº 2.7) autorizará a las NN UU a intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados». Pero igual sé que hay 4.600.000 refugiados sirios en campos de Turquía, Jordania y Líbano y que han pedido asilo más de 800.000 en toda Europa, el 57% de ellos en Alemania. Y aunque en la última conferencia de donantes celebrada en Londres el pasado día 4 se recogieron más de 9.000 millones de dólares, como bien dijo el anfitrión, David Cameron, «no son suficientes para detener el baño de sangre sirio». Estos mismos días, además, sabíamos que las conversaciones de Ginebra en su tercera edición habían fracasado y pospuesto hasta el 25 de este mes para una nueva ronda, a pesar de los esfuerzos de un diplomático con larga trayectoria en conflictos, como Staffan de Mistura, un italiano con flecos suecos, que bien conocimos en Bosnia.

Y Angela Merkel insinúa en Ankara la necesaria intervención de la OTAN, cuyos ministros de Defensa se reúnen estos días en Bruselas. Todo se mueve, todos opinan que debe resolverse un conflicto que puede desestabilizar gravemente a Europa, pero no se actúa. Mientras, aumentan día a día los 300.000 muertos contabilizados; mientras, 40.000 seres humanos se hacinan hoy en las fronteras de Siria con Turquía; mientras, los que no tienen dinero para pagar a las mafias, más de diez millones de personas, se desplazan como pueden dentro de su territorio.

Y yo me pregunto: ¿qué ha sido de las doctrinas que difundieron Mario Bettati y Bernard Kouchner a finales de los ochenta? ¿Dónde quedó aquella frase de Mitterrand: «Ningún Estado puede ser propietario exclusivo de los sufrimientos que engendra o ampara»?. Hasta Juan Pablo II diría en 1993: «Que se haga obligatoria la intervención humanitaria ante quienes comprometen gravemente la supervivencia de los pueblos». Aquellos pensadores sólo pretendían extender una idea muy simple: trasladar a lo colectivo un concepto reconocido a nivel individual, es decir la asistencia a una persona en peligro cuya omisión voluntaria o involuntaria está legalmente castigada.

Y lo llevaron a la práctica. Kouchner, siendo secretario de Estado francés para Asuntos Humanitarios, consiguió la Resolución 43/131 de 1988, que consagraba el principio de «indispensable acceso a las víctimas» con motivo del violento temblor de tierra que sacudió Armenia. Pero ésta se quedaba corta, porque sólo se aplicaría en catástrofes naturales o en situaciones de urgencia del mismo orden, lo que excluía catástrofes no naturales debidas al hombre, es decir los conflictos armados. Dos años después –diciembre 1990– se daba otro paso, aprobando la 45/100, que establecía corredores humanitarios ante la situación de hambruna en Etiopía. Esta resolución aprobada por unanimidad en la Asamblea General aportaba dos innovaciones: autorizar al secretario general a redactar una lista de organizaciones y expertos a los que se legitimaba para intervenir, la primera; la segunda, que nombraba sin crearlos expresamente los «pasillos de urgencia» inspirados en el derecho de paso inocente. Se apoyaba en la Resolución 688 (abril 1991) del Consejo de Seguridad aprobada en apoyo de los kurdos de Irak, «cuya población es víctima de una represión interna que por su naturaleza constituye en sí misma una amenaza para la paz y seguridad internacionales». Esta resolución tuvo el valor de crear jurisprudencia y ser considerada como un primer paso para el reconocimiento del deber de injerencia a nivel internacional. Pérez de Cuellar el secretario general hispano que tanto hizo por la paz en su América, diría entonces: «Cada vez hay más conciencia de que el principio de no injerencia en la jurisdicción de los Estados, no puede considerarse una barrera protectora detrás de la cual se pueden violar impunemente los derechos humanos en forma masiva y sistemática».

No sé si hoy en Bruselas algún ministro de Defensa planteará el problema. Alguien se acordará de Bosnia o de Kosovo. Y alguien ponderará los riesgos de una escalada en la que intervienen actores políticos, religiosos y diplomáticos. Pero las cifras son más que elocuentes. Y las imágenes que nos llegan cada día del Egeo o de pasos fronterizos son estremecedoras. Y no sólo debe atenderse a miles de seres humanos, sino que no hay que descuidar problemas de seguridad. Sólo un 0,1% de estos miles de refugiados puede romper un montón de nuestras normas de confianza y convivencia. Basta la inmediatez de una carta mal escrita para paralizar un vuelo a Riad; o diez fanáticos en un museo o en una playa de Túnez para intentar arruinar a un país cercano que apostó fuertemente por la democracia.

¿Hay o no hay «deber de injerencia» en Siria?

Nosotros, mientras tanto, sin ver todo lo que se nos puede venir encima, seguimos discutiendo si son galgos o podencos.