Antonio Cañizares

Todos los Santos

La Razón
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Celebramos hoy la fiesta de todos los santos. Un día muy arraigado en la piedad popular. Un día que lo asociamos fundamentalmente a la visita a los cementerios para honrar y recordar a los seres queridos que ya reposan en el Señor. No es un día para la tristeza, por la añoranza de nuestros seres queridos, sino para el gozo y la esperanza. La Iglesia nos invita, en esta fiesta, a compartir y a gustar la alegría de los santos. ¡Alegrémonos todos en el Señor!, ¡alabémosle y démosle gracias porque ha manifestado su grandeza y la inmensidad de su amor y su misericordia en la vida y en el triunfo de todos los santos, de las personas sencillas que supieron cumplir la voluntad del Señor, siguiendo el camino de las bienaventuranzas. Como aquella mujer de mi pueblo, la más pobre del pueblo con mucho: para amortajarla tuvieron que llevarle otros vestidos al suyo, porque el que llevaba habitualmente estaba lleno de remiendos y no tenía otro; esta sencillísima y paupérrima mujer le decía a mi buena madre: «Dios no le falta a los suyos; los que le faltamos somos nosotros!» ¡y no tenía nada! Entre esas personas están los santos que confían en Dios, cuya fiesta celebramos.

Esta fiesta, por una parte, nos recuerda que no estamos solos; que el Señor nos acompaña con esa multitud incontable de hermanos que caminan a nuestro lado como peregrinos hacia la patria definitiva; que estamos rodeados por una nube ingente de testigos, con los que formamos el cuerpo de Cristo, con los que somos hijos de Dios y hemos sido santificados. Esta muchedumbre de santos nos estimula a mantener nuestra mirada fija en nuestro Señor, que vendrá en la gloria en medio de sus santos, y a seguir su camino, sin retirarnos con la mirada fija puesta en Él. «La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos», que ha hecho obras grandes, muy grandes, en los santos que han sido fieles a Él, han vivida como hijos suyos, han cumplido su voluntad, han recorrido con Cristo el camino de las bienaventuranzas, viven felices y dichosos por siempre en el Reino de los Cielos gozando de «la victoria de nuestro Dios y del Cordero» sin mancha, Cristo, con cuya sangre han sido rescatados de la tribulación.

La liturgia de esta fiesta nos exhorta a dirigir nuestra mirada a esa muchedumbre ingente no sólo de los santos reconocidos de forma oficial, seria de todos los bautizados y santificados de todas las épocas que, con el auxilio del don de Dios, se han esforzado de verdad por cumplir con amor y fidelidad el querer de Dios. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer en la gloria de Dios. Ellos representan a la humanidad nueva de los salvados por la sangre de Cristo, y reflejan la hermosura de la santa madre Iglesia, esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. Ellos son los hijos mejores que han sido engendrados por la gracia del Espíritu en el seno de la santa madre, la Iglesia. Esa muchedumbre incontable de santos de los que hoy hacemos memoria han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad o sus intereses, sino que han querido simplemente entregarse a los demás, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo. Ellos, venidos de la tribulación como nosotros, intercesores nuestros en el cielo ante Dios, nos evocan la vocación a la que hemos sido llamados, ser santos, y nos estimulan con su ejemplo y su plegaria a que sigamos el camino por ellos seguido, que es camino de felicidad, el camino de las bienaventuranzas.

En vida y en gloria, los santos nos han hecho palpar ya la transformación, la renovación y reforma, de nuestro mundo, de este mundo envejecido por el pecado, la mentira, la violencia, la corrupción, el paganismo o la negación de Dios. La vida conforme a las bienaventuranzas, conforme al amor y la misericordia, muestran la verdad del solo Dios, del Dios o nada, y del vivir con la confianza plena y absoluta en Dios, apoyarse sólo en Él. Esto conlleva la felicidad, la alegría, una vida nueva que contraste con el mundo y la cultura moderna. Pero de ahí surge un mundo nuevo. En verdad, «los santos son los verdaderos reformadores» de la humanidad y de este mundo nuestro caduco. Constituyen la verdadera reforma de la humanidad. En las vicisitudes de la historia ellos han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitarse; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar –tal vez en el dolor– la palabra de Dios al terminar la obra de la creación: «y era muy bueno». Sólo de los santos, sólo de Dios, proviene el verdadero y decisivo cambio del mundo. De todo esto estamos llamados a ser testigos en el mundo, en particular: ser testigos de que Dios es Dios, lo sólo y único necesario. En el siglo pasado vivimos cambios profundos en la sociedad, verdaderas revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo y para transformar sus condiciones. y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un puesto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. El verdadero cambio, la gran transformación vendrá y viene de los santos, que manifiestan y hacen con su modo de vivir un mundo nuevo: el que refleja el amor, el que se realiza con las bienaventuranzas, el que los hombres confían en Dios por encima de todo. Ese es el camino que siguieron anónimamente, pero con nombres propios que Dios conoce, los santos que hoy celebramos, nuestros santos.