Historia

José Jiménez Lozano

Un insospechado gentleman

La Razón
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Hay una historia que, como tantas otras, contó don Natalio Rivas sobre Sagasta, y que viene muy bien recordar, sin duda, porque no parece que, hoy, hubiese político o periodista o ciudadano cualquiera capaz de hacer lo que Sagasta hizo, digamos que en honor de Isabel II contra la cual había tomado parte en la intentona 1866 que triunfó luego en 1868, se llamó «la Gloriosa Revolución de Setiembre» y fue el régimen de 1869 que sus adversarios políticos denominaban desdeñosamente «La Gran Mojiganga».

El hecho a que se alude tiene unos antecedentes, y el propio don Natalio Rivas lo hace, evocando una conversación en París, entre la propia Isabel II, durante su destierro, con León y Castillo, el embajador español en Francia. En esa conversación, la reina habría manifestado su afecto por Sagasta, «y seguramente sabrás por qué le tengo profundo reconocimiento», pero no fue más explícita, y León del Castillo no entendió nada hasta que el mismo Sagasta le contó en Madrid que un día un diputado de su propio partido y compañero suyo en el gobierno del bienio progresista de 1854 a 1856, el señor López Grado, se había presentado en su casa con un paquetito de papeles íntimos de la reina que alguien había olvidado en una fonda o pensión, y entonces él, don Práxedes Mateo Sagasta, tomó el paquete y se lo reenvió inmediatamente a la reina con un mensajero de toda confianza.

Y entonces nos preguntamos: ¿hubiera hecho lo mismo, pongamos por caso, no sólo el señor Valle Inclán que se regodeó en narrar y caricaturizar todas las tristezas de la vida personal de la reina, en su esplendorosa prosa o cualquier periodista o historiador, y no digamos un miembro de partido contrario al trono como era Sagasta?

Más tarde le reprocharían a éste que habiendo sido tan opuesto al trono fuera luego muchos años el jefe de la izquierda dinástica o ministro y Jefe del Gobierno de Su Majestad, pero quienes se lo reprochaban, incluso desde los partidos de derecha, no es seguro que hubieran sido capaces de comportarse como Sagasta con aquel paquetito de documentos. Y don Natalio Rivas nos dice para explicar esto que: «El conspirador fue ante todo caballero y demostró con su conducta correctísima que el hidalgo respeto y la exquisita cortesía debida a las damas ha sido siempre honroso patrimonio de los hombres de nuestra raza», pero es obvio que una tal justificación es mera retórica del señor Natalio Rivas, ya que ni la hidalguía ni la «raza española» producen como lechugas comportamientos como el de Sagasta. Ni tampoco hay que buscar en él sucias o interesadas razones ocultas de Sagasta o de la reina, o de ambos, porque parece que fuéramos incapaces de otra explicación, ya que estamos convencidos que en todo pensamiento o acción bondadosos o simplemente justos tiene que haber necesariamente alcantarillas llenas de basura.

Y mucho hay que agradecer a las filosofías de la sospecha, que nos ayudan a purificar el entendimiento de la realidad, pero de la sospecha a la seguridad hay un trecho que el mínimo rigor intelectual y moral no pueden recorrer sin más, y sólo la voluntad de hundir o liquidar el buen nombre y el honor de alguien por cualquier medio, y sacar provecho propio o de bandería o partido, pueden recorrer.

Claro está, sin embargo, por encima de toda claridad que, si nuestra vida pública y de los «ingenieros del almas» que decía el señor Stalin o conformadores de la opinión pública, que decimos nosotros, tuvieran los escrúpulos de don Práxedes Mateo Sajaste, político un tanto voceras a veces, sin duda, pero que no se permitía echar mano del agua sucia, otro gallo nos cantara, que nos haría entender que tenemos una única memoria e historia compartidas, y que alguna vez al menos en esta España nuestra hubo gentes muy civilizadas. Como este señor Sagasta con aquel su gesto que debiera parecernos un «fair play» normalmente exigible, y no un ejemplo inimitable.