Luis Suárez

Una vez más retorna el antisemitismo

El judaísmo no es simplemente una opción tolerada, sino abrazada con todo afecto, recordando muy bien los servicios que el pueblo de Israel ha prestado a nuestra cultura.

La Razón
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Creíamos que, tras los horrores del siglo XX, el fenómeno había sido superado. Pero ahora, y precisamente desde los extremos del populismo en sus dos vertientes, descubrimos las señales de un retorno. Conviene hacer una vez más la distinción entre antijudaísmo y antisemitismo. Los cristianos tenemos que reconocer la responsabilidad que nos corresponde en el primero, abrazando al fin la doctrina expresada en el Concilio Vaticano II que ha logrado una verdadera reconciliación. Hemos tenido así la oportunidad de descubrir lo mucho que al judaísmo, religión mosaica, debe la cultura occidental. El antijudaísmo asomó la oreja por primera vez cuando, al declararse oficialmente cristiano el Imperio romano en el siglo IV, quedó en el aire aquella legislación que le protegía. Y entonces se presentó al judaísmo como una especie de enemigo. Fueron los monarcas visigodos los que lanzaron la idea de obligar a todos los judíos a bautizarse, quitándoles a sus hijos para ser educados en el cristianismo. Por eso los judíos, el 711, se colocaron al lado de los musulmanes. No tardaron en descubrir que aquel remedio era peor que la enfermedad.

Carlomagno, al restaurar el Imperio, retornó a la tolerancia religiosa. Pero fueron sobre todo las leyes de Alfonso VI, en 1086, las que formularon con mayor acierto la solución. Los judíos que a sí mismos se llamaban españoles (sefardíes) formaban comunidades (aljamas) autoadministradas y las sinagogas y escuelas quedaban bajo la protección directa del rey que se beneficiaba de ello. Pero en el siglo XIII se desarrolló en toda Europa un movimiento antijudío. La Universidad de París condenó como herético el Talmud y ordenó quemar cientos de ejemplares de este libro curiosamente en aquella plaza de la Grève en donde se instalaría en 1793 la guillotina. El antijudaísmo, que provocó víctimas en todas partes –las de España en 1391 fueron terribles– pasó a ser un peligro. Y los reyes, comenzando por Eduardo de Inglaterra, no vieron mejor solución que obligar a los judíos a abandonar el territorio. De este modo el problema dejaba de existir. Con muy escasas excepciones la expulsión se generalizó. España y Portugal fueron los últimos en decretarla.

Pero ahora los fanáticos esgrimían un nuevo argumento: el mal no estaba en la fe, sino en la raza. Aunque se convirtiesen los judíos seguían siendo un mal. Del antijudaísmo se pasó al antisemitismo, que era peor. Cuando en el siglo XVII se fue autorizando el retorno de ciertos grupos de judíos que estaban excelentemente preparados en el comercio y las finanzas, este odio a la raza judía rebrotó y fue extendiéndose. Riqueza y poder despertaron el odio. Como Marx procedía de familia judía aunque convertida al luteranismo, y los Rotschild acumulaban una enorme fortuna en muy diversos países, surgieron dos argumentos: los judíos eran los creadores del comunismo y del capitalismo. Y así fueron tratados en todas partes Las matanzas en Rusia y sus principados volvieron a producirse. Hitler no inventó el antisemitismo; trató simplemente de utilizarlo y por eso superó en crueldad a todos los anteriores perseguidores.

He tratado de hacer un examen de conciencia buscando alguna clase de explicación a ese retorno a que antes me he referido. El retorno del Pueblo a la Tierra prometida era, sin duda, un acierto. Pero falló en uno de sus elementos esenciales; debía haber sido acompañado de un acuerdo no sólo de paz, sino de colaboración con las tierras árabes de Jordania y Palestina, que recibirían de este modo una ayuda tan importante como muchas otras sociedades occidentales han conocido. No se hizo así. Y el resultado es una guerra que pronto va a cumplir setenta años. Toda guerra es un mal y no sólo para uno de los bandos que se considera vencido, sino también para los vencedores. El antisemitismo ha encontrado un nuevo y poderoso argumento: pobres palestinos despojados. Recordemos, curiosamente, que el nombre de Palestina procede de aquellos arios, pulesatim o filisteos que se instalaron en sus costas.

Hemos llegado al punto clave de esta especie de examen de conciencia. Ha llegado la hora de poner fin al antisemitismo. Desde el punto de vista cristiano la cuestión se encuentra resuelta. La doctrina de la Iglesia ha vuelto a los tiempos agustinianos cuando se reconocía en los judíos hermanos con quienes se compartía la fe en el Antiguo Testamento, cuyos libros forman ya parte de la liturgia. Pero conviene no dejarse arrastrar por posibles errores El judaísmo no es simplemente una opción tolerada sino abrazada con todo afecto, recordando muy bien los servicios que el pueblo de Israel ha prestado a nuestra cultura. Y España puede y debe mostrarse orgullosa de eso. Las aportaciones del sefardismo son muy grandes y, sobre todo, muy eficaces a la hora de definir los componentes de la persona humana.

Son los grandes estados, reunidos en la ONU, quienes deben buscar una solución positiva, enseñando a sus súbditos todas estas verdades y protegiendo de nuevo a las comunidades judías. Para ello, aunque nos parezca sorprendente, es imprescindible resolver antes los problemas en que se debate el mundo musulmán. No se trata de recurrir a las armas, aunque la defensa de los inocentes siempre es lícita, sino de cambiar las normas. Los musulmanes tienen que comenzar por amarse a sí mismos. Es una lástima que no dispongan de Asambleas generales capaces de tomar los acuerdos que a todos ellos conviene. Pero las tormentas que sacuden el cercano Oriente no pueden cubrirse culpando nuevamente a los judíos. Hay que cambiar la vida interior. Y ahí está una de las claves a que apuntan España y otros países europeos. Acoger a todos esos refugiados que huyen de la desesperación. Pero sin engaños; la solución se encuentra precisamente en la barrida de dicha desesperación, permitiendo a todos vivir en su suelo. Es lo que el Papa nos está pidiendo. Solo así odios y prejuicios pueden ser evitados. Tras ellos hay un peligro mayor del que nos imaginamos.