José Luis Requero

Prejuicios

Me lo contaba un amigo a la vuelta de Semana Santa. Estuvo en Copenhague y vio con sorpresa que el Viernes Santo todas las banderas ondeaban a media asta, tanto en los edificios públicos como en las iglesias. Intrigado, indagó y pronto supo la razón: era Viernes Santo, es decir, el día en el que se conmemora la Pasión y muerte de Jesús, luego se trata de una señal de duelo, de luto. Tanto él como yo lo ignorábamos y me aclaró que hay otro día en el que también las banderas ondean a media asta, aquel en el que se conmemora la invasión nazi de Dinamarca, con la diferencia de que sólo la mitad del día. El Viernes Santo el día entero.

Pocas semanas antes el primer ministro británico David Cameron se había dirigido a la nación en una suerte de pregón pascual. En él abundaba en nuestras raíces históricas cristianas, aludía a la relevancia de la Iglesia, a su función, a la realidad de los cristianos perseguidos, etc. En su momento mantuve una pequeña polémica, vía whatsapp, con algunos amigos sobre tal pregón; para crear disputa sostuve que aquello tenía toda la apariencia de gesto electoral. La verdad que lo dije por aquello de incordiar un poco.

En ambos casos estamos ante dos países nada sospechosos en términos de democracia, son dos países civilizados y confesionales: uno evangélico luterano y otro anglicano, luego no son católicos. No planteo abrir una debate sobre la confesionalidad, aunque sea porque entre nosotros conceptos, ideas y hasta palabras como España, Iglesia, familia, patria, Ejército, etc. se identifican con franquismo. Simplemente me quedo con algo evidente: son países que no repudian una relevancia pública del cristianismo. En ese sentido el sistema español creo que es más acertado, somos aconfesionales pero la Constitución reconoce la relevancia de la Iglesia en sus relaciones con el Estado.

Por contraste en nuestro país, y en esas mismas semanas, el líder del principal partido de la oposición presentaba una suerte de convenio o pacto o compromiso programático con determinadas fuerzas sindicales y sociales del mundo de la enseñanza. Marcó las líneas generales de lo que será su modelo de enseñanza pública de llegar al poder. Todo un contraste: unos de sus objetivos modernizadores es echar la religión de la escuela. Supongo que preguntar a los firmantes de ese compromiso cómo lo compatibilizarían con los Acuerdos Jurídicos con la Santa Sede –de 1979, luego postconstitucionales– sería demasiado. Y tras la convocatoria electoral andaluza, más las dificultades que se presentan para formar gobierno, ha quedado aparcado ese empeño tan estúpido –no renuncio al calificativo– para introducir una dosis de islamización en la catedral-mezquita de Córdoba, polemizando sobre su titularidad, su culto, etc. Insisto, hay que entender que es un empeño aparcado pero que se volverá sobre él y será muestra de progresía atacar nuestras raíces. Con tal de hacerlo no pasa nada por dar bazas a una religión cuyo espíritu no parece, como mínimo, muy en sintonía con el respeto de las libertades.

No se trata ahora de indagar si el reconocimiento de lo que supone la Iglesia en las raíces históricas de España nos alejaría de lo que se vive en países que están bajo la impronta del espíritu revolucionario francés; lo relevante es la ceguera de no reconocer no sólo lo que la Iglesia aporta sino lo que, en general, aporta la religión. Incluso laicistas reconocidos admiten que la religión no puede ser expulsada del debate público y que aporta soluciones que las ideologías no pueden aportar.

Males tan presentes como la corrupción, las consecuencias del capitalismo salvaje, el maltrato, la pérdida de referentes éticos en las relaciones cotidianas o inquietantes muestras de violencia juvenil fuera o dentro de las escuela, deberían invitar a reflexionar hasta qué punto son remediables mediante una nueva idea de ciudadanía, o una educación para la convivencia. Algo aportan, pero la descristianización lleva a un neopaganismo que va dejando un vacío clamoroso, una pérdida de pautas de conducta, de respeto, que esa «moral republicana» no acaba de llenar. El humanismo cristiano da soluciones, un modelo de ciudadano y de comportamiento que de no haberse rechazado quizás habría ahorrado muchos disgustos.