Luis Alejandre

Prever

Con demasiada frecuencia debo recordar una reflexión de Ivo Andric, el Premio Nobel de Literatura que nos enseñó a conocer, leyendo su «Puente sobre el Drina» allá por los noventa, el complejo drama fratricida que se estaba desencadenando en un cercano país europeo, que considerábamos uno de los más evolucionados de la órbita comunista, Yugoslavia. Dejó escrito Andric que «la mas deplorable y más trágica de todas las debilidades humanas reside indudablemente en una incapacidad total de prever, incapacidad que está en marcada contradicción con tantos dones, conocimientos y artes».

Profundizar hoy en el porqué un ser humano es capaz de arrastrar en su suicidio a otras 149 personas, que son otras tantas familias, amigos, vidas, escapa a mi lógica y a mis conocimientos. Se revolverán archivos, se abrirán investigaciones, incluso se buscarán responsabilidades y se reclamarán indemnizaciones. Pero difícilmente se podrá entrar en el alma del monstruo que hemos construido y –ahora– descubierto. Sólo, quizás, su madre podrá relacionar momentos y actitudes. Pero su dolor no le va a permitir ser objetiva y en su congoja difícilmente encontrará respuestas.

Pero sí me detendré en la previsión. Como sabe el lector, tras la oleada de asaltos y secuestros de aviones en vuelo, se blindaron las puertas de acceso a la cabina de los pilotos. Y hoy nos preguntamos: ¿nadie pensó que podría suceder lo que sucedió sobre los Alpes franceses?; ¿nadie supuso que una fuga de gases, un pequeño incendio eléctrico o simplemente una indigestión grave podía afectar a los dos pilotos?

Viene a mi cabeza un gesto, imagino, habitual en la práctica de muchas escuelas aeronáuticas. Volábamos en Centroamérica –Nicaragua especialmente– utilizando pistas mínimamente acondicionadas y en condiciones meteorológicas adversas. En el momento decisivo del despegue, nos tranquilizaba ver cómo sobre la mano derecha del piloto que impulsaba los motores se posaba la izquierda del copiloto en previsión de un desvanecimiento, una indecisión o un simple temblor. Quienes enseñaron a estos pilotos –por cierto, alemanes al servicio de la Orden de Malta– les inculcaron que el ser humano comete errores y que es necesario preverlos.

Cambiando de medio de transporte, me hice la misma pregunta cuando un tren de alta velocidad se salió en una curva en Angrois cerca de Santiago de Compostela. ¿Cómo un tren con 400 vidas a bordo circulando a más de 200 kilómetros por hora puede estar en manos de una sola persona? Alguien me contestará que las tecnologías modernas lo permiten, que es cuestión de eficiencia y de reducción de costes de explotación. Incluso pensaré en los posibles premios que consiguieron sus diseñadores. Quizás la máquina era perfecta, pero el ser humano que la manejaba, desde luego, no. Dependía de necesidades fisiológicas y sobre todo psíquicas, porque hoy para mucha gente resulta inconcebible pasar cinco minutos sin conectarse a las redes sociales en sus más diversas variantes. Incluso una vicepresidenta del Congreso, presidiendo temporalmente un pleno en el que interviene el propio presidente del Gobierno, es incapaz de escapar a esta dependencia.

Algunos recurren al pensamiento de Hobbes –el hombre es un lobo para el hombre– en un intento de llegar a comprender la maldad humana, de descifrar cómo se quiebra una mente educada en un país ejemplar, en un ambiente familiar seguro, con todos los medios de enseñanza y de sanidad a su alcance. Pero yo sostengo que no hay ningún lobo capaz de sacrificar a otros 149 sin más motivo que su propia frustración.

Tristemente este «suicidio con daños colaterales» no es nuevo. Un conductor suicida circulando a gran velocidad en sentido contrario por una autopista sabe de sobra que llevará a la muerte a inocentes. Como buscan la muerte de inocentes los nuevos «héroes» del terrorismo yihadista.

Todos hemos tenido en algún momento de nuestra vida sentimientos de odio, ganas de herir, incluso de matar. Pero nuestro entorno cultural, todo nuestro proceso de socialización, incluso el temor a las normas coercitivas que impone la sociedad a quienes infringen las leyes, amortiguan instintos, dejan pasar los nubarrones.

Hoy, Jueves Santo, lo declara la Iglesia día del Amor Fraterno asociando la Pasión de Cristo a su sacrificio por los demás. Todo lo contrario de lo que hizo el joven piloto alemán, del que renuncio a repetir su nombre. Él sacrificó a los demás por su propia frustración.

Sin necesidad de llegar tan lejos, tampoco es nueva la figura de quienes, frustrados personalmente porque fueron incapaces de estudiar, de sacrificarse o de asumir responsabilidades y riesgos, llevan su propio fracaso al mundo de la política, al empresarial o al social. Tampoco prevemos el rastro de daños colaterales que dejan entre nosotros.

Sin fe en las inmensas oportunidades del ser humano, sin esperanza en su futuro como piloto, difícilmente podía –egoísta–hacer de la caridad su especial forma de ver el mundo en el que, como privilegiado, se movía. ¿Cómo se podía prever, Ivo Andric?