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24 de marzo: el día en que nació para el cielo

La Razón
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Por fin es beato. Después de 35 años desde que fuera asesinado a causa de un disparo en el corazón por los llamados «escuadrones de la muerte» mientras celebraba misa, monseñor Óscar Romero ha sido inscrito en el libro de los beatos de la Iglesia. El que fuera arzobispo de San Salvador hizo ayer que todo el país se echase a la calle para honrar su memoria y celebrar por fin el reconocimiento de la Iglesia a la labor humana y pastoral del prelado que tanta controversia ha provocado durante estos años. Por eso, 300.000 fieles abarrotaron la plaza El Salvador del Mundo donde se celebró la misa, así como los alrededores, al haber superado las cifras previstas de asistencia.

En la celebración participaron seis cardenales y más de 100 arzobispos y obispos. También estuvieron presentes mandatarios y jefes de estado latinoamericanos.

La ceremonia estuvo presidida por el cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos y enviado especial del Papa, quien a las diez de la mañana de allí dio comienzo a la misa diciendo «nos hemos reunido para reconocer el testimonio de la vida de Óscar Romero, obispo y mártir, que hoy la Iglesia reconoce como modelo». Después, Vicenzo Paglia, postulador de la causa, procedió a leer su biografía con emoción. Tras el breve pero certero recorrido por su vida, se leyó primero en latín y luego en español la Carta Apostólica del Papa con la que se declaró a Romero «Beato» de la Iglesia católica y se estableció que su fiesta se celebre en la Iglesia el 24 de marzo, día en que «nació para el cielo». «Atendiendo al deseo de nuestro hermano José Luis Escobar Alas, arzobispo de San Salvador, y hermanos en el episcopado para colmar la esperanza de muchos fieles (...) facultamos para que el venerable Siervo de Dios, Óscar Arnulfo Romero Galdámez, obispo y mártir evangelizador y padre de los pobres testigo heroico del Reino de Dios, en adelante se llame beato», leyó Jesús Delgado, el que fuera su secretario. En ese momento se descubrió la gigantografía con el rostro del mártir, recibiendo un caluroso aplauso de las miles de personas que presenciaron ese momento. A continuación, se inició una procesión que llevó hasta el altar algunas reliquias de Romero: la camisa ensangrentada que llevaba puesta el día en el que fue asesinado, unas flores y la llamada «palma» del martirio según la tradición cristiana.

Ésta es «una fiesta de gozo y fraternidad, don del Espíritu Santo para la Iglesia y para la noble nación salvadoreña», comenzó diciendo el cardenal Amato en su homilía. Con emocionantes palabras, dibujó la figura y misión del nuevo beato y aseguró que «amó a sus fieles y sacerdotes con el afecto y el martirio, dando la vida como ofrenda de reconciliación y de paz», como afirma Francisco en la carta de beatificación. El purpurado manifestó que tanto él como otros mártires «ahora están en la paz y en el día del juicio resplandecerán como luces en la estepa», puesto que Romero «es luz de las naciones y sal de la tierra».

También tuvo palabras para sus perseguidores y asesinos, que «han desaparecido» porque ya nadie se acuerda de ellos, mientras que «la memoria de Romero continúa estando viva» y «da consuelo a los pobres y marginados de la vida».

«Nada pudo separar a Romero de Cristo y del evangelio de amor, de justicia de misericordia y de perdón», dijo antes de recordar que fue «un sacerdote bueno, obispo sabio, pero sobre todo un hombre virtuoso» que tuvo «una fe profunda y una esperanza inquebrantable». «Amaba a Jesús, lo adoraba en la eucaristía. Veneraba a la santísima Virgen María, amaba a la Iglesia, al Papa y a su pueblo», y, además, «el martirio no fue una improvisación, sino que tuvo una larga preparación».

Antes de terminar, explicó que «su opción por los pobres no fue ideológica, sino evangélica» y «su caridad descendía a los perseguidores, a los que predicaba su conversión al bien y a los que aseguraba su perdón». Pero, en definitiva, Romero «no es un símbolo de división, sino un símbolo de paz, de concordia y de fraternidad» y forma parte del «impetuoso viento de santidad que sopla sobre el continente americano».

Los cantos pusieron la nota de color en la ceremonia, interpretados por un numeroso coro y ayudados por instrumentos musicales típicos del país y al final se leyó el mensaje del Papa con motivo de la beatificación. Fue, en definitiva, una fiesta que no sólo afectó a los salvadoreños, sino a miles de personas que no quisieron perderse el histórico acontecimiento. Los más numerosos, los provenientes de Guatemala, Argentina, Chile, Costa Rica, Ecuador y Venezuela, que llegaron en su mayoría en autobuses y siguieron la beatificación a través de pantallas gigantes habilitadas en más de 10 km.