Iglesia Católica

Predicar es mi vocación

El Papa ha sorprendido esta semana anunciando la posible creación de una comisión para estudiar que las mujeres puedan acceder al diaconado. Las monjas serían las primeras que podrían realizar estas funciones.

La dominica Madeleine Fredell lee durante una celebración religiosa
La dominica Madeleine Fredell lee durante una celebración religiosalarazon

El Papa ha sorprendido esta semana anunciando la posible creación de una comisión para estudiar que las mujeres puedan acceder al diaconado. Las monjas serían las primeras que podrían realizar estas funciones.

¿Cómo se puede afrontar el ser católica, feminista, sueca y, además, religiosa dominica? ¿Cómo se hace para llegar a ser católica después de haber sido educada como una mujer independiente, políticamente comprometida y en pie de igualdad con los hombres? ¿Por qué sigo siendo católica aun abrazando completamente las políticas suecas sobre la igualdad de género? A menudo tengo que defender mi fe, justificar mi condición de católica. Me veo desafiada por personas tanto dentro como fuera de la Iglesia, y desde hace un tiempo cada vez más por parte de mujeres que están a punto de dejar el catolicismo. Algunos me dicen que me pase a la Iglesia luterana, donde puedo llegar a ser sacerdote. Las dos claves interpretativas decisivas del hecho de encontrarme perfectamente a gusto como católica son la inclusividad y la relacionalidad.

En mi contexto particular debo preguntarme con honestidad por qué no me convertiría nunca a otra confesión cristiana. Hoy hay muchas mujeres (y hombres) que abandonan la Iglesia católica. Esto se ha convertido en un serio desafío pastoral: la gente pide, cuando no una respuesta definitiva (que, sin embargo, no siempre se obtiene), por lo menos algún instrumento para interpretar las propias experiencias de vida. Desde luego, hay muchas razones por las cuales las personas quieren dejar la Iglesia, y la inmensa mayoría de esas razones no tiene que ver con las cuestiones feministas y de la igualdad, pero hemos de admitir que se trata de un aspecto que la Iglesia debe afrontar.

Se me pone la piel de gallina cada vez que me pregunto:«¿A quién acudiré?». Con profunda reverencia me confío a Cristo y al modo en que se lo celebra y vive en la Iglesia católica. Mi historia personal está hondamente ligada al modo en el cual concilio mi condición de católica, dominica y feminista, y regreso siempre al «ser Iglesia» como unidad en la diferencia construida sobre la relacionalidad. ¿Son condiciones contradictorias el ser católica y el ser feminista? Haciendo referencia a mi historia personal deseo mostrar que no tienen que estar forzosamente en conflicto.

En los años cincuenta y sesenta fui criada como feminista y, al mismo tiempo, me enamoré de la Iglesia católica. Mis padres me decían que podía ser lo que deseara, dándome su pleno apoyo en los estudios y en las opciones de vida. Los derechos de las mujeres eran fundamentales y, si había algún obstáculo, había que superarlo. Me alentaron a entrar en discusión con las autoridades y a no dar nada por descontado, especialmente en la escuela.

A los diez años, en 1964, mi mejor amiga me pidió en Navidad que la acompañara a la Misa del Gallo, celebrada en italiano en la catedral católica. Mis padres, más bien sorprendidos, me dieron permiso, y fue así como partimos de exploración. Ninguna de las dos sabía mucho sobre el cristianismo. La educación religiosa, que en aquella época tendía más bien hacia el luteranismo, me parecía un tanto extraña, y sentía un gran placer en poner en discusión las verdades afirmadas por nuestro profesor. La Misa del Gallo en la catedral católica hizo colapsar mi lógica: no entendí una sola palabra, pero supe que me encontraba en un fascinante mundo paralelo y que formaba parte de él. Aun siendo completamente foránea, me sentí profundamente incluida. Me enamoré perdidamente de la Iglesia católica, pero en el plano de la lógica seguía impugnando todo lo que fuese cristiano.

Después de la confirmación en la Iglesia luterana —que en aquel tiempo era casi un ritual social—, el sacerdote me sugirió comenzar a estudiar Teología y llegar a ser yo misma sacerdote. Pensé que estaba loco: no quería tener nada que ver con esa Iglesia masculina chauvinista y clerical, y en Navidad seguí participando en las misas del gallo católicas. Ya entonces había mujeres sacerdotes en la Iglesia luterana sueca, pero nunca me había encontrado con una y tampoco me importaba tener un encuentro tal. Pero lo fundamental fue que nunca había sido invitada a unirme a una comunidad viva. Se trataba de individuos, ciertamente convencidos de su fe, pero que solo miraban al sacerdote. Había una fuerte relación vertical, con Dios y con el sacerdote, pero nada de comunión horizontal.

En el instituto escribí un trabajo sobre filosofía del Estado con referencias a san Agustín, santo Tomás y Jacques Maritain. En esa época, mi estilo de vida era la política. El que verdaderamente atrajo mi interés fue Tomás, no tanto por sus escritos como porque era dominico, por su vida. Por primera vez la lógica y la razón por un lado y la oración mística por el otro —aquello que en esa época habría definido como mundos paralelos— no se excluían mutuamente. Pero también me atrajo el modo en que se describía la humanidad como comunión en la que cada uno tenía una vocación de construir una sociedad unida. Eso correspondía a mi visión socialista de la política.

En esos tiempos de instituto fui a Francia durante las vacaciones para mejorar el dominio de la lengua. Cuando íbamos de paseo por la ciudad con la señora que me hospedaba en Aviñón entrábamos siempre en una de las viejas y oscuras iglesias para encender una vela, y presumo que ella rezaba una breve oración. Me sentía perpleja ante ese culto cotidiano, pero, reservada como era frente a todo lo que tenía que ver con la religión, no le pregunté nunca por qué lo hacía: simplemente, dejaba que sucediera. Un día entré sola en una de esas iglesias procurando recordar qué había dicho el sacerdote luterano de la confirmación acerca de la oración. «Crea un espacio en tu corazón, y allí hablarás con Dios». Una vez más surgió en mí ese mundo paralelo, pacífico pero no muy útil, poco lógico y ciertamente no político.

Antes de comenzar la universidad me tomé un año para estudiar y trabajar en el exterior. Esta vez viví en casa de una familia católica practicante en la Suiza francesa. La familia tenía seis hijos, más o menos de mi edad, había vivido en Suramérica durante algunos años y había traído consigo algunos animales que daban bastante miedo. Compartíamos su vida cuatro estudiantes provenientes de diversas partes del mundo. Corría el año 1973, y el golpe de Estado en Chile era el tema y el centro de casi todas las cenas. Después pasó a primer plano la crisis del petróleo y se discutió acerca de una serie de cuestiones éticas. Por tanto, la Iglesia católica se hizo política y, además, de izquierdas; muy pronto fui introducida en la teología de la liberación, e inmediatamente después en la cuestión femenina. Nunca había encontrado tantas mujeres cristianas fuertes en mi vida. Política, razón, fe, oración y culto pasaron a ser una sola cosa. No había ya mundos paralelos, se incluyó también mi feminismo, y este descubrimiento significó mi segundo enamoramiento de la Iglesia católica.

De regreso a Suecia y mientras estudiaba en la universidad Letras Clásicas con especialización en la Edad Media, estuve fuertemente comprometida en política y especialmente en los movimientos feministas. No obstante, sentía un vacío que no podía llenarse con mi compromiso político. Acudía a la iglesia parroquial luterana local, pero no me sentía parte de ella. Así, acopiando todo mi coraje, llamé a un religioso dominico francés en Estocolmo que era también el capellán de los estudiantes. En cuatro meses me hizo conocer el nuevo catecismo holandés, el concilio Vaticano II, a Pierre Teilhard de Chardin, a Edward Schillebeeckx, a Yves Congar, a Catalina de Siena y a Madeleine Delbrêl, pero sobre todo a una comunidad de cristianos de mentalidad muy abierta en la parroquia de los dominicos. Lo que se produjo esta vez no fue sólo un enamoramiento, sino un amor profundo por la Iglesia católica. El rompecabezas se había completado, y muy pronto pasé yo misma a formar parte de la imagen.

Todavía en la universidad, comencé a formar parte de la capellanía ecuménica y de un diálogo de tipo más concreto entre la Iglesia católica y la luterana. Fue un gran salto para mí y me dio mucha esperanza. Celebrábamos alternando los cultos católico y luterano, y la mujer sacerdote que tenía la capellanía luterana llegó a ser una excelente amiga mía. No obstante, no me bastaba ser una laica comprometida: quería más. Sentía la llamada a la vida religiosa unida al compromiso político, pero también a ser sacerdote, especialmente para predicar el evangelio. Fue un tiempo de ecumenismo «salvaje». Sí, participábamos en la comunión unos de los otros sin pensarlo, y a menudo eran también los laicos los que pronunciaban la homilía durante la misa, cuando no se desarrollaba directamente un diálogo después de la proclamación del evangelio. Era el tiempo después del concilio y antes de «Inter insigniores». Muchos me alentaban a estudiar Teología para llegar a ser sacerdote en la Iglesia católica. Todo era posible, y éramos muchas las mujeres católicas que avanzábamos con grandes expectativas.

No obstante, mi vida dio un giro diferente cuando, durante unas vacaciones de verano, conocía una comunidad de religiosas dominicas en un suburbio de Grenoble. Esta vez no se trató de un enamoramiento, sino de una clara convicción. Quería vivir como ellas, en un piso común entre gente común, desarrollando un trabajo común y predicando el evangelio a través de ese tipo de vida. Una de las hermanas era docente de teatro entre jóvenes marginados, otra trabajaba como enfermera entre inmigrantes musulmanes y la tercera estaba completando sus estudios para ser bibliotecaria y algunas veces fregaba los platos por la tardes en un restaurante frecuentado por marxistas. Por todas partes había unificación y diálogo, y esto era para mí evangelio. Verdaderamente podía tocar con la mano qué significaba el carácter inclusivo. Ser cristianos y católicos significaba estar siempre en una relación profunda con las personas que tenían una visión del mundo distinta de la propia.

Soy dominica desde hace ya treinta y cinco años y no me he replanteado nunca mi vocación. Todavía hay mucho por hacer para dar una voz igualitaria a las mujeres en la Iglesia católica. Durante mi formación inicial, a comienzos de los ochenta, estudiamos en mi comunidad la teología feminista y publicamos también un par de opúsculos sobre el tema. La hermana responsable de mi formación era una mujer extraordinaria que repetía siempre que una vida de fe es una aventura en la que se debe caminar hacia un horizonte que te lleva siempre más allá. Es como saltar del trampolín más alto sin saber si abajo te espera agua. Nada es estático, todo cambia continuamente, evoluciona, nada es imposible si hay fe.

La transformación de la Iglesia por parte del Papa Francisco es para mí como una fiesta de cumpleaños. Tal vez tenemos una visión completamente distinta de las cuestiones femeninas, pero él está aplicando a la vida eclesial palabras que conocí a comienzos de los años sesenta. Misericordia, ternura, unificación, coraje, unidad en la diversidad. Aun no pudiendo llegar a ser sacerdote, en todos estos años no me he visto nunca tentada a ir a otra parte. Me siento perfectamente incluida en esta comunidad, llamada a ser un hospital de campaña.

Hay, sin embargo, una sola cosa que me desagrada, y es no poder pronunciar la homilía durante la misa. Predicar es mi vocación como dominica, y si bien puedo hacerlo casi en todas partes, a veces incluso en la iglesia luterana, estoy convencida de que escuchar la voz de las mujeres en el momento de la homilía enriquecería nuestro culto católico. La Iglesia católica ha sido mi primer amor, y con la gracia de Dios sigo sintiendo ese amor cada día. Y lo hago como feminista, como exploradora de una teología creativa y viva y como dominica políticamente comprometida.