M. Hernández Sánchez-Barba

Revolución industrial paradigmática

En la teoría del desarrollo económico es casi un artículo de creencia fija que la flecha de la opulencia pasa por una revolución industrial, que consiste en conseguir un proceso financiero que permita mantener la confianza en una o dos generaciones históricas –no menos de cincuenta años, con un radio cada una de veinticinco años–, de modo que puedan mantenerse niveles de producción y consumo adecuados para conseguir los objetivos mantenidos por las naciones que se proyectan por el camino de la industrialización, o, acaso, en el de la reindustrialización. Se piensa, con frecuencia también, que las diferencias que pueden observarse en el siglo XX entre niveles de vida altos y otros atrasados se deben prioritariamente a que los primeros se han industrializado y los atrasados, no. En realidad no existe un modelo que adopte la misma forma en todos aquellos países donde ocurre; pero sí significa que las transformaciones en la estructura económica dependen en gran medida en la forma, método y características del proceso, organización y perspectiva que se adopte. Los cambios son siempre adaptados a diferentes metas y objetivos y, en consecuencia, será inevitable encontrar sus caracteres conjuntamente.

La primera revolución industrial tuvo efecto en Gran Bretaña, con una característica muy importante: surgió espontáneamente, es decir, sin la ayuda del gobierno, que, con posterioridad, en todas cuantas se han originado ha sido inevitable. El primer historiador que la estudió como tal revolución fue el inglés Arnold Toynbee, que pronunció varias conferencias en la Universidad de Oxford en el año 1880. Pero la iniciación del proceso tuvo efecto en 1760. Durante cincuenta años el enfoque de la cuestión por Toynbee se consideró decisivo, hasta que el profesor norteamericano, John Ulric Nef, cuestionó el límite de tiempo de desarrollo del proceso, insistiendo en la continuidad del tiempo largo adhiriéndose a la historiografía del tiempo largo de los grandes historiadores alemanes, en especial Ranke y Meinecke, poniéndolo en la revolución de los precios europeos, como consecuencia del comercio americano, segunda mitad del siglo XVI y XVII. Proceso que culminaría en el «Estado industrial» de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Se tiende, pues, a fijar en 1780 la fecha de la primera revolución industrial, cuando las estadísticas de crecimiento industrial fueron, por primera vez, el doble del que mantuvo durante un siglo Walter Rostow, precisando aún más la fijación cronológica en el periodo 1783-1802 como frontera-divisoria en las sociedades modernas, que representa el comienzo del proceso creador de las sociedades opulentas del siglo XX.

La economía preindustrial de Gran Bretaña a mediados del siglo XVIII contendría unos caracteres que pueden considerarse con particularidad los siguientes: extrema miseria, ritmo lento de desarrollo económico, fuerza de trabajo no especializado, fuertes disparidades regionales en el ámbito nacional, con grandes diferencias en el desarrollo económico y, en fin, grandes diferencias en niveles de la vida.

En 1851 se celebró la exposición del Crystal Palace, cuando Gran Bretaña había superado muy claramente el punto absoluto de irreversibilidad en el estado de industrialización. Rostow estima que en ese año Gran Bretaña había alcanzado la «madurez» industrial, transformándose en una nación industrial, lo que se confirma por la derogación de las «Corn Laws». Una economía que ha afrontado una revolución industrial difiere de su fase preindustrial en tres aspectos fundamentales analizados por la profesora Phyllis Deane: en la estructura industrial y social; en la producción y en los cambios de niveles vitales relacionados con el aumento de la productividad; y en los índices de crecimiento económico. Aunque se ha insistido mucho en la espontaneidad de la revolución industrial británica, esto no supone que el gobierno fuese enteramente pasivo; los cambios en las condiciones de oferta y demanda en que operaban las diferentes industrias exigieron ajustes en la legislación económica, así como propiciar cambios estructurales básicos para la efectividad de la industrialización. En 1850 el triunfo del «laissez-faire» era completo en Gran Bretaña, de modo especial en el dominio del comercio exterior. La intervención del gobierno en la economía fue decisiva en la esfera social. Y no sólo el gobierno, también la «Municipal Corporation Act» (1835). El apoyo y el entusiasmo que las conferencias de Toynbee promovieron en la universidad y el esfuerzo llevado a cabo por las empresas, debidamente informadas, ayudadas y regularizadas en su función inversora y modernizadora, son dos extremos que el «Board of Trade» supo aplicar con efectivo sentido patriótico del bien nacional.