Portugal

30/30/30: El incendio perfecto

La tormenta de fuego de Portugal podría suceder en cualquier otro lugar de la Península Ibérica si se dan tres condiciones: más de 30 grados, vientos superiores a 30 km/h y humedad relativa de menos del 30%

Un bombero combate la virulencia de las llamas en Pampilhosa da Serra, en el centro de Portugal, donde ayer seis focos permanecían activos
Un bombero combate la virulencia de las llamas en Pampilhosa da Serra, en el centro de Portugal, donde ayer seis focos permanecían activoslarazon

La tormenta de fuego de Portugal podría suceder en cualquier otro lugar de la Península Ibérica si se dan tres condiciones: más de 30 grados, vientos superiores a 30 km/h y humedad relativa de menos del 30%.

¿Y si los grandes incendios forestales se estuvieran volviendo inevitables? ¿y si tuviéramos que acostumbrarnos a episodios de fuego voraz e incontrolado cada vez más habituales? ¿y si la tragedia de Portugal nos enseñara que el ser humano no está sabiendo gestionar su relación con el fuego? Los técnicos forestales lo tienen claro. En los países desarrollados cada vez tenemos más medios y recursos dedicados a la extinción de incendios, más personal, mejores herramientas, más conocimiento científico que nunca. Las tareas de combate en primera línea logran reducir la mayoría de los incendios y dejarlos en la fase de conato. pero los grandes incendios devastadores, las gigantescas catástrofes de fuego no dejan de crecer. Lo llaman, la paradoja de la extinción: conseguimos atajar los conatos, los incendios medianos... mientras las grandes bestias de calor y humo se escapan a nuestro control.

Todos los expertos coinciden en que la lucha contra los incendios forestales está adquiriendo una complejidad creciente. Y culpan a tres factores sobre todo. La mencionada y paradójica desavenencia entre recursos y eficacia, la paupérrima gestión del territorio y el aumento de las temperaturas. El fuego es un monstruo que quiere alimento y su alimento no es sólo hojarasca y bosque seco. También come ignorancia, falta de previsión, olvido de la tradición y cambio climático. En este panorama, lo ocurrido el fin de semana en Pedrógao Grande no es más que un modelo de lo que podría suceder en cualquier otro lugar de la Península Ibérica. En realidad en cualquier lugar boscoso del suroeste de Europa: si seguimos haciendo las cosas como las estamos haciendo, la extinción de los grandes incendios forestales es una batalla perdida.

El fuego de Portugal corresponde a la categoría de grandes incendios convectivos. Algo que en algunos parajes del mundo más dados a las etiquetas espectaculares llaman «tormentas de fuego», «megaincendios» o «incendios hambrientos». De manera muy somera, el riesgo de padecer un incendio depende de una serie de variables relacionadas con la temperatura, la humedad relativa del aire y el viento. Existe un índice conocido como índice de Haines que mide la temperatura en diferentes capas de la atmósfera, la humedad relativa y otros parámetros para establecer la estabilidad de las condiciones del aire. Un aire más inestable, en momentos de sequedad y calor, genera un mayor riesgo de incendio. Hay una especie de mantra en la protección de los bosques que se ha convertido casi en ley: la norma 30/30/30. A más de 30 grados de temperatura, con vientos superiores a los 30 kilómetros por hora y humedad relativa de menos del 30% se establece el escenario perfecto para un incendio. Por desgracia, las cosas no son tan sencillas.

En situaciones anticiclónicas como las que se dan en periodos de ola de calor se produce otra de las paradojas del fuego. Un anticiclón es, por definición, un momento de estabilidad atmosférica. Pero el fuerte calentamiento de la superficie terrestre puede provocar diferencias de gradiente temperaturas entre el suelo y el aire. Y ello conduce a una modificación en el flujo vertical del aire sobre la superficie. Se genera una suerte de monstruo de aire caliente que se retroalimenta. Si en esas condiciones aparece la chispa que provoca un fuego (un rayo, una cerilla) la máquina se convierte en un horno perfecto. El fuego calienta el aire (ya de por sí caliente) y se desarrolla en columnas verticales de voracidad extrema. El propio incendio provoca más inestabilidad, los vientos se vuelven erráticos, cambian de dirección y aumentan el vigor de la llama. En algunos incendios de este tipo en Australia donde han ardido eucaliptos (cuya corteza es muy ligera y conserva bien el calor) se han visto pavesas volar a lomos de estos vientos a 20 kilómetros de distancia del foco principal e iniciar allí otro incendio.

Es realmente difícil combatir una de estas «tormentas de fuego» cuando ya se ha desatado. De hecho, durante una buena parte del periodo que dura uno de estos incidentes, las llamas se encuentran en la fase llamada «fuera de capacidad de extinción». No puede hacerse humanamente nada para detenerlas. Se emplean recursos humanos y técnicos, de tierra y aéreos porque no hay más remedio. Pero no sirven de nada.

Por eso los expertos insisten en luchar contra este fenómeno antes de que aparezca. En la lucha contra las llamas hay dos tipos de esfuerzo. La inversión en «negro» es el trabajo que se realiza después del incendio: la reforestación, limpieza, dotación de servicios de extinción o emergencia para la próxima ocasión. La inversión en «verde» es la que tiene lugar antes, la tarea de prevención. Y es ahí donde la paradoja de la extinción duele más. Todos los esfuerzos dedicados a inversión en negro parecen ir en detrimento de la otra estrategia. Un gran incendio es el resultado de muchos años de «trabajo a favor». El abandono de las tareas de gestión del patrimonio vegetal, de limpieza del bosque, el fin del pastoreo o de la silvicultura tienen la culpa. Los paisajes han cambiado. España es el segundo país de Europa con mayor superficie forestal después de Suecia. Nuestros bosques crecen casi un 1,5% cada año, más del doble de lo que crece la superficie boscosa europea como media. Pero eso no es necesariamente bueno: gran parte de la masa arbórea ganada se debe al abandono de las tierras para la ganadería y la agricultura o a la repoblación de bosques quemados.

Se mire como se mire, se acumula combustible para el fuego (matorral, bosque bajo sin desbrozar...) de manera desordenada, discontinua, sin control. No hay terrenos cortafuegos, parcelas accesibles, suelos limpios. Es como si acumuláramos de manera caótica y sin vigilancia bidones de gasolina al lado de una fábrica pirotécnica. Solo es cuestión de tiempo que, un día, la chispa y el combustible se encuentren.