Trasplantes

Aplasia medular: La carrera de Ana para salvar a María

Sólo tienen 11 años, pero ya son grandes atletas. Tres días por semana, estas hermanas mellizas saltan a la pista de atletismo. Corren y olvidan aquel mal sueño de hace tres años que mantuvo a María aislada durante tres meses. «Su sangre se había estropeado», le explicó su madre, y tenían que encontrar una nueva: la de su melliza Ana.

María sale a correr con un mensaje reivindicativo en su camiseta: «Las chicas siempre ganan». Y es que ella, gracias al trasplante, a vuelto a tener una niñez normal
María sale a correr con un mensaje reivindicativo en su camiseta: «Las chicas siempre ganan». Y es que ella, gracias al trasplante, a vuelto a tener una niñez normallarazon

Sólo tienen 11 años, pero ya son grandes atletas. Tres días por semana, estas hermanas mellizas saltan a la pista de atletismo. Corren y olvidan aquel mal sueño de hace tres años que mantuvo a María aislada durante tres meses. «Su sangre se había estropeado», le explicó su madre, y tenían que encontrar una nueva: la de su melliza Ana.

Ana y María son inseparables. Siempre lo han sido, desde que nacieron, con apenas unos minutos de diferencia. Son mellizas, aunque son tan idénticas que pasarían por gemelas. Sólo difieren en una cosa: el pelo. Lo tienen muy rubio las dos, pero a María hace algo más de dos años le empezó a crecer con unas ondas que ayudan a distinguirlas. Esos leves rizos son el único recuerdo que les queda de los tres meses que pasó ingresada en el hospital. Una enfermedad autoinmune la aisló de lo que hasta entonces era la vida normal de una niña. La alejó de su melliza, aunque a través de la pared de cristal que las separaba compartían risas y mensajes positivos de Mr. Wonderful. Ahora las dos corren juntas, practican atletismo y se preparan para los Juegos Mundiales de Trasplantados que se celebran en Málaga el próximo 25 de junio.

Susana, su madre, recuerda perfectamente aquel día de piscina del verano de 2014. «La vi unas manchitas rojas en la piel y me asusté. La llevé al hospital». Esas rojeces eran petequias (capilares rotos) y, en seguida la empezaron a hacer pruebas, analíticas. No daban con lo que era y, al tercer día, acudieron a otro hospital. «Allí detectaron el problema rápido y nos dijeron que todos debíamos ponernos mascarillas». La pequeña, que acababa de cumplir ocho años, había contraído algún tipo de virus –a día de hoy no saben cuál– y le había producido una aplasia medular. Su sistema inmune se había convertido en su propio enemigo y sus niveles de glóbulos rojos, blancos y plaquetas estaban por los suelos. Los médicos no entendían cómo María no se había sentido cansada (por la anemia que padecía), no había tenido fiebre, ni había sentido nada al margen de las petequias. «La noche anterior habíamos estado en un parque de atracciones y si se hubiera caído...». Susana prefiere no terminar la frase.

Desde que le dieron el diagnóstico, María y Susana se trasladaron a vivir al hospital, donde permanecían recluidas en una habitación. «El encarcelamiento lo vivimos juntas», recuerda la madre.

La aplasia medular «es una enfermedad poco conocida. Se dan entre 2 y 2,5 casos al año por cada millón de habitantes y puede aparecer a cualquier edad, aunque hay picos de incidencia en los adultos jóvenes y en los mayores de 60 años. Que ocurra en edad pediátrica, a no ser que sea por causas congénitas, es raro», explica Carlos Vallejo, coordinador del Grupo de Insuficiencias Medulares de Pethema (Programa Español de Tratamientos en Hematología), de la Sociedad Española de Hematología y Hemoterapia.

La familia Rueda Rodríguez, como muchos españoles, no habían oído hablar nunca de esta enfermedad. Eso sí, ahora son unos expertos. Lo más difícil de asimilar, como explica Susana es «que no sabes qué lo ha provocado».

Aunque físicamente son dos gotas de agua, María y Ana tienen personalidades muy diferenciadas, pero que se compenetran. «Ana es pura vitalidad, aunque también es muy dramática y la más cobarde de las dos. María, por otro lado, es muy fuerte, pero es algo más tímida». Así las describe su madre, que recogió en un diario cada una de las fases por las que pasaron.

A María, como hemos podido comprobar, le cuesta abrirse en un primer momento y recordar los meses de hospital se le hacen muy duros. Pero ahí está Ana, que la hace reir y la abraza en cuanto ve que su hermana empieza a derramar alguna lagrimilla. Y es que entre ellas el proceso se ha convertido en un tema tabú.

Poco después de darles el diagnóstico, los médicos intentaron que María superara la enfermedad a base de un tratamiento con inmunosupresores, pero sus analíticas no mejoraban y su familia se desesperaba. El trasplante era la única solución. Sus padres, su hermana mayor, Luna, y su melliza acudieron a hacerse las pruebas para ver si alguno de ellos era compatible. Fue la primera vez que Susana se alejaba de la cama de su hija y, en esta ocasión, sólo pensaba en una cosa: «Por favor, que yo sea la compatible, que no sea la pequeña», pedía en su interior. Los resultados no le dieron la razón: Ana era la única compatible. Para hacerse la prueba de sangre lo había pasado muy mal, no soportaba las agujas y sus padres la tuvieron que agarrar. Pero pronto asimilaron la situación.

María, aislada en su habitación de cristal, lo aguantaba todo. La guerra que se batía dentro de su propio cuerpo. Sólo en alguna ocasión le mostró a su madre su cansancio: «¡Quiero irme ya!», le decía. Y Susana le recordaba su «misión»: «Le decía que su sangre se había estropeado y que no podíamos salir hasta que no le pusieran una nueva». Mientras, su padre y sus hermanas acudían cada día al hospital para jugar con ella a través del vidrio. Susana aún sonríe cuando recuerda el día que Ana y Luna aparecieron disfrazadas de Rasputia (un personaje de Eddie Murphy que es una mujer muy gorda). «Hicieron reir a todo el hospital», recuerda.

El día que fijaron los médicos para la donación está especialmente marcado en el diario de Susana: «Tenía a una hija en la cámara de aislamiento y a la otra en quirófano». Los hematólogos tuvieron que sedar a Ana lo primero para que no lo pasara mal. Cuando regresó a la habitación después de haberle hecho la punción en el hueso de la cadera, la pequeña sólo tenía una duda: «Mamá, ¿por qué me han sacado la sangre por el culo?». Todo quedó en una anécdota y, sorprendentemente, ahora ya no teme las agujas.

El proceso de María fue más complejo. Primero tuvo que preparar su cuerpo para recibir la nueva sangre y, una vez recibido el trasplante, su cuerpo se fue adaptando, poco a poco, a las células de Ana. Después de este proceso ya son más iguales que nunca. Por sus venas circula la misma sangre.

No hablan de lo que ocurrió en 2014, pero sí que dicen con orgullo que son donante y trasplantada. Desconocen el alcance de su mensaje, pero no dudaron ni un momento en formar parte del equipo de deportistas españoles que participan en los Juegos Mundiales. Son cuatro niños de los 77 atletas de nuestro país que compiten. Ellas participan en atletismo, pero no sólo corren, «también se han querido apuntar a lanzamiento de peso, aunque ninguna lo ha hecho nunca». Eso sí, las distancias de carrera no son iguales para una y otra. María correrá unos 500 metros, mientras que Ana llegará a los 5.000. «Se le da muy bien», reconoce su madre.

Ellas no son las únicas a las que la aplasia les ha cambiado la vida. «Su hermana mayor estudia Medicina en Madrid. Tiene 22 años y antes optaba por otras especialidades, pero desde lo ocurrido a María ha cambiado. Ahora se quiere dedicar a la Oncología pediátrica». Susana también ve la vida con otros ojos: «Ya no me enfado por nada».

Ana y María, algo más ajenas a todo el revuelo, crecen felices, compenetradas hasta en la pista de atletismo.