Finlandia

Elevar la excelencia y la exigencia

La Razón
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Me han sorprendido las declaraciones del ministro Wert. No las penúltimas, sino las últimas (que yo sepa; a lo mejor hay otras posteriores). Las penúltimas, relativas a la exigencia de un 6,5 sobre 10 para conceder una beca, me parecieron lógicas y, si acaso, tímidas. Las últimas, rebajando a 5,5 el requisito (aunque de manera matizada), preocupantes. A justificar estas apreciaciones, que podrían chocar a algunos o incluso a muchos, se dirigen las líneas que siguen. Me centraré en lo de «preocupantes». Entiendo que lo son porque vienen a demostrar de modo casi gráfico hasta qué punto de mediocridad ha llegado la educación española gracias a la confluencia de una persistente legislación escolar desafortunada, de una irresistible tendencia a lo facilón por parte de las familias, los estudiantes y el entorno social (incluidos los medios de comunicación) y, por último, de una clase política (de todo signo) entregada al cortoplacismo y ajena a la más elemental tarea de reflexión. Parece que, en este postrer episodio, lo que ha hecho reaccionar al ministro «a la baja» son las presiones de la clase política, y muy en especiales las de su propia cofradía.

Comprendo que los argumentos internacionales sirvan de poco para todos aquellos dispuestos a mirar a sus propios intereses, individuales o de grupo, o a las voces del entorno. Pero incluso éstos no deberían ignorar que, de un tiempo a esta parte, todas o la gran mayoría de las reformas universitarias que se abren paso en los países más punteros tienen como eje fundamental la elevación de los niveles de «excelencia» por parte del alumnado y de las enseñanzas y, como correlato, la elevación también de los niveles de «exigencia». Todo ello en el convencimiento de que la clave del desarrollo futuro se halla en ocupar puestos de vanguardia dentro de la «sociedad del conocimiento», para lo que es preciso un fortalecimiento de las instituciones que más pueden sustentarla y, muy en concreto, la universidad. Los aspectos económicos están jugando parte fundamental en esas reformas, ante la evidencia de que la situación por las que las universidades atraviesan es dramática, y ante la necesidad de procurarles un «desarrollo sostenible» que no confíe ya más en la utopía de una financiación exclusivamente pública, que desde hace años ha tocado techo. En esa dirección vienen moviéndose las reformas en países como Alemania, Francia, Italia, el Reino Unido, los países nórdicos, etc. En Alemania, se acabó el «gratis total» para muchos alumnos, especialmente para quienes no acaben sus estudios de grado en cuatro años. En el Reino Unido, las tasas se han elevado hasta 9.000 libras anuales (más de 11.000 euros), y las becas están siendo sustituidas por préstamos reembolsables. En Dinamarca y en Finlandia, las universidades públicas se han convertido en instituciones de derecho privado, con diversificación de sus fuentes de ingresos (aunque sigan siendo éstos fundamentalmente públicos). Por no hablar de cuáles son las tendencias en el otro lado del Atlántico, norte y sur, o en los países de Oriente. Un artículo de este tipo no puede ser más explícito en estas explicaciones, que son fácilmente asequibles para cualquiera que desee profundizar en ellas y cuyo acceso debería ser obligado para una clase política que desee mirar más allá de sus narices.

Elevar a 6,5 la nota para conceder una beca no va a arreglar el clima de mediocridad que nos circunda. Y mucho menos los graves problemas que la financiación universitaria tiene planteados. Pero cuando leí la noticia, pensé que quizá podría ser un tímido paso, más emblemático que otra cosa, para ir desmontando la situación de ficción colectiva en la que muchos de nuestros estudiantes y sus padres se encuentran. Ficción completamente opuesta a la equidad y a la entraña misma de unos estudios superiores a la altura de los tiempos.