Marcha del 22-M

La ciencia, el mejor aval para nacer

La ciencia, el mejor aval para nacer
La ciencia, el mejor aval para nacerlarazon

Pesa 21 gramos y tiene el tamaño de un postit. Los médicos que lo han tenido en las manos alguna vez no podrán jamás olvidar su tacto, su liviandad, lo frágil que resulta fuera de su carcasa natural. Es el corazón de un bebé de 8 meses que va a ser transplantado para salvar la vida de otro paciente de la misma edad. Una operación como esta ha dejado de ser excepcional. Es cierto que los corazones infantiles son un tesoro raro, más que una piedra lunar. Afortunadamente, en nuestro primer mundo no fallecen muchos pequeños. Lo normal es que vivan. Cuando por desgracia mueren, su órgano latiente es una fuente de salud para otros. El trasplante de corazón en los primeros meses de vida es una de las acciones médicas más asombrosas que existen. Cuando un bebé nace con una cardiopatía congénita el tiempo vuela. Hasta que llega un órgano compatible (otro pequeño postit que quepa en su pecho) la ciencia puede acudir a la ayuda de un corazón artificial. El Berlin Heart es una máquina que simula el latido cardiaco con precisión milimétrica variando el ritmo en función de la alimentación, el estado de sueño o vigilia, la temperatura corporal del bebé... como hace un corazón de verdad. En España se han colocado casi dos docenas de máquinas como estas en pequeños que no han cumplido aún dos tercios de su primer año de vida. Los cirujanos de hospitales como La Paz y Gregorio Marañón de Madrid, Vall d´Hebron de Bacelona y Reina Sofía de Córdoba no pueden evitar emocionarse cuando cuentan su experiencia. Ellos no lo dicen, pero todos sabemos que en sus manos está depositada la mejor herencia que la ciencia ha dejado a la humanidad: salvar vidas.

Si hay algo por lo que merece la pena confiar en el conocimiento científico, si hay algo por lo que la sociedad contemporánea no debería cejar en su apoyo a la ciencia es, precisamente, porque la ciencia es fuente de vida. Desde antes incluso de la concepción y hasta el último suspiro del proceso biológico, cualquier acto científico que se precie va encaminado a conservar la vida, a entenderla, a fomentarla. A lograr que lo no nacido nazca y lo nacido viva sano el mayor tiempo posible. Y a medida que la medicina va avanzando, las posibilidades de intervención positiva en estadios cada vez más tempranos del proceso vital se acrecientan. A las 12 semanas de gestación es posible realizar una ecografía que permite detectar tempranamente la presencia de algunos desórdenes graves. Muchas de estas patologías conducían casi inexorablemente a la muerte del bebé hasta los años 80 del siglo pasado, cuando vieron la luz las primeras técnicas de intervención quirúrgica prenatal. Hoy, un feto de apenas 4 meses de desarrollo al que se le haya detectado una obstrucción urinaria tiene muchas más probabilidades de sobrevivir que de fallecer en el parto. Hace 50 años la mortalidad derivada de esta malformación rondaba el 100 por 100. Un pequeño catéter de 2 milímetros puede atravesar el abdomen de la madre y el del bebé portando una microcámara de vídeo. Con ella se accede al interior de la vejiga de la criatura, se localiza la uretra y se aplica láser para destruir tejidos obstructivos. El niño (este mal es más común en varones) podrá llevar una vida normal cuando nazca. Los avances en cirugía fetal han llegado al extremo de poderse realizar intervenciones cardiacas, extirpaciones de cálculos o recesiones de hernias diafragmáticas en fetos en las primeras fases de su desarrollo. Niños que vieron la luz gracias a la compulsiva obsesión de la ciencia por preservar la vida. Hace 50 años era impensable poder actuar en esta fase de la vida de un ser humano para curarle. ¿Quién sabe dentro de cincuenta años qué enfermedades podrán corregirse dentro del vientre de la madre y a qué temprana semana de gestación?

Una sola célula de un embrión humano contiene prácticamente toda la información necesaria sobre algunas de las enfermedades genéticas hoy conocidas. Gracias a una nueva técnica conocida como Multiple Displacement Amplification es posible extraer una muestra de ADN de esa célula embrionaria y determinar si el bebé que va a nacer es portador de una enfermedad como el síndrome de Marfan. Nos adentramos en una era en la que es posible conocer el estado de salud de un ser humano días después de haber sido concebido. Saber de una malformación genética no significa necesariamente ser capaces de curarla. Por desgracia algunos de esos males no conocen aún cura. Pero el avance de la medicina genómica permite albergar esperanzas realistas de que algunas de las patologías que hoy no tienen remedio y que en están inscritas en los supuestos de despenalización del aborto pronto hallarán solución. Cuando menos, la ciencia puede ya tratar a los embriones no como un paso previo a la vida, sino como pacientes de hecho, protagonistas de una historia clínica desde el mismo momento de la concepción. De ese modo se pueden anticipar las estrategias para curar, paliar o acompañar mejor al paciente.

El cuidado de la vida se remonta incluso más atrás en el proceso. Antes de la propia concepción, la medicina pone a disposición de los futuros padres, sobre todo de la madre, un arsenal de herramientas para mejorar la expectativa de salud de sus hijos. Cada vez son más las evidencias acerca de las virtudes de ciertos tipos de dieta, del ejercicio físico y del equilibrio emocional en el buen desarrollo del embarazo. Ya no sólo sabemos que fumar o beber en exceso antes de la gestación puede afectar al feto, también se ha descubierto que el historial clínico, adictivo o de conducta del padre antes de la gestación puede repercutir en la futura salud de sus hijos. El hilo de la vida y su cuidado, entendidos de este modo, no comienzan siquiera en la etapa embrionaria sino que se remontan al momento mismo en que ambos miembros de la pareja deciden ser padres. Puede parecer una locura, pero quizás incluso se remonte a antes.

Estudios muy recientes y aun controvertidos llevados a cabo en nietos de víctimas del holocausto judío en la II Guerra Mundial han sugerido que el trauma vivido por los abuelos puede transmitirse a los genes de los nietos. De hecho, las variables fisiológicas y de sueño de estas víctimas de tercera generación se parecen a las de los que vivieron el terrible genocidio en primera persona. El sustrato físico de la vida, nuestros genes, se esculpe con diferentes tipos de barro moldeados por el alfarero del tiempo. Y parte de su material empieza a ser diseñado en el cuerpo de nuestros abuelos, antes incluso de que nuestros padres nacieran. Así se desenreda el largo y ovillado hilo de la vida.