Ciencias naturales

Los cetáceos también mueren por descompresión

Pese a su adaptación al buceo, según constata una investigación

Un calderón gris varado en aguas del Mediterráneo, en una imagen de archivo
Un calderón gris varado en aguas del Mediterráneo, en una imagen de archivolarazon

Los biólogos marinos han asumido desde siempre que los cetáceos tienen tales dotes naturales para sumergirse a grandes profundidades, que su adaptación al océano les protege contra el síndrome de descompresión, pero ni siquiera ellos están libres del mal al que teme todo buceador, informa Efe.

En los humanos, esa enfermedad se produce tras una reducción súbita de la presión que soporta el cuerpo (por ascender muy rápido de una inmersión bajo el agua o por subir a gran altitud, en la atmósfera), lo que provoca que el nitrógeno disuelto en la sangre forme burbujas en los vasos sanguíneos, con consecuencias potencialmente mortales, salvo que el afectado reciba ayuda.

El Instituto Universitario de Sanidad Animal de Las Palmas de Gran Canaria (IUSA) publica este mes en la revista Scientific Reports, del grupo Nature, los primeros dos casos de muertes naturales de cetáceos por descompresión de los que se tiene conocimiento, fruto del seguimiento que sus veterinarios realizan de todos los mamíferos marinos que perecen en el entorno de Canarias.

El síndrome de descompresión se había observado hasta ahora en muy pocas ocasiones entre los animales marinos: generalmente en algunas tortugas y también entre los zifios, precisamente los mejores buceadores de la naturaleza, unos cetáceos capaces de descender casi 3.000 metros y de aguantar la respiración dos horas.

Sin embargo, en ambos casos detrás estaba la mano del hombre: en el de las tortugas, en forma de redes de pesca que las habían hecho emerger desde una profundidad importante, y en el de los zifios, debido a una contaminación acústica que había trastocado por completo sus patrones de buceo, como ocurrió con el varamiento de 13 de estos cetáceos en Fuerteventura del 24 de septiembre de 2002.

Entonces, el equipo del IUSA que dirige el catedrático Antonio Fernández, considerado una de las autoridades mundiales en patología de cetáceos, demostró que la muerte masiva de zifios se debía al uso del sónar antisubmarino en unas maniobras navales de la OTAN y, de paso, consiguió convencer a la Unión Europea y al Gobierno español para que prohibieran el empleo de esos sistemas en Canarias.

El descubrimiento que ahora publica Scientific Reports corresponde al mismo equipo de investigadores de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, que se ocupa de realizar necropsias a todo mamífero marino que muere varado en las costas de las islas o que es arrastrado a su litoral después de fallecer en el océano.

Desde 2000 hasta 2015, han pasado por su laboratorio 506 cetáceos muertos por diversas causas, generalmente por infecciones, choques con barcos o accidentes de pesca. Entre ellos, figuraban dos calderones grises varados en Fuerteventura (2009) y Tenerife (2010), con síntomas claros de enfermedad descompresiva aguda, como burbujas de nitrógeno y de CO2 en sus vasos sanguíneos y tejidos.

Las necropsias realizadas en el IUSA descartaron en ambos ejemplares cualquier otra causa de muerte natural o accidental que no fuera el llamado «mal del buceador», pero ¿qué lo produjo? Ninguno de los dos calderones se enredó en un arte de pesca que lo hiciera emerger apresuradamente, ni en Canarias se usa el sónar desde 2004, de modo que no cabe pensar que sufrieran la misma suerte que los zifios de los varamientos achacados a maniobras navales.

El contenido de sus estómagos parece dar la clave: ambos cetáceos acababan de comerse a grandes presas que no llegaron a digerir.

El calderón gris no baja de los 50 metros en el 95 % de sus inmersiones, pero es capaz de descender hasta 500 metros en busca de su comida predilecta: los grandes calamares de las profundidades.

Y eso es lo que perdió a esos dos calderones: el esfuerzo realizado para cazar y reducir a los grandes calamares que llevaban en el estómago les sometió a un enorme estrés y alteró sus patrones de buceo, hasta un punto que superó la capacidad innata de sus organismos para contener el síndrome de descompresión.

De hecho, uno de los dos ejemplares, un macho juvenil de tres metros de largo, fue visto nadando de forma errática por la costa antes de varar. Y al llegar a tierra, todavía presentaba en su cuerpo signos de la terrible lucha que había librado: heridas y marcas de ventosas en la cara y un gran tentáculo de más de un metro de longitud saliéndole de la boca, porque no le cabía en el estómago. EFE