Feria de San Isidro

Romance inolvidable de Castella y «Jabatillo»

El francés Sebastián Castella sale a hombros de la Monumental madrileña tras cortar las dos orejas a su primer toro
El francés Sebastián Castella sale a hombros de la Monumental madrileña tras cortar las dos orejas a su primer torolarazon

Las Ventas (Madrid). Vigésima de feria. Se lidiaron toros de Alcurrucén, correctos de presentación. El 1º, noble y sin humillar; el 2º, muy desigual de ritmo y de media arrancada; el 3º, grandioso toro, premiado con la vuelta al ruedo; el 4º, descastado; el 5º, de buena condición, pero deslucido por la falta de fuerza; el 6º, deslucido. Lleno de «no hay billetes».

Morante de la Puebla, de azul añil y oro, estocada desprendida (silencio); y estocada desprendida (silencio).

Julián López «El Juli», de azul marino y oro, pinchazo hondo, estocada trasera (silencio); y estocada (silencio).

Sebastián Castella, de habano y oro, estocada caída, aviso (dos orejas); y estocada baja (silencio).

Lo cantaban sus hechuras de salida, pero esas cosas fallan, lo vemos día tras día. Pero «Jabatillo» quiso despejar dudas colocando la cara muy abajo en los primeros encuentros con el capote de Sebastián Castella, se frenó en el primero, tal vez el segundo, abanto, marca de la casa, se sabe que hay que esperar y las incógnitas se van desvelando con el tiempo. Pero no tardó, ya en esos primeros lances descolgó el toro, sólo quería los vuelos y a ras de la arena venteña. Bien. Bien a la verónica y superior en la media Castella. Cumplió sin más en el caballo, la segunda vara breve para guardarse las fuerzas. Quitó Castella, y Morante y entre uno y otro, como ya había esbozado en varas, cernía la duda sobre la mansedumbre. Al centro del ruedo se fue el francés. Marca de la casa también. A esas alturas contábamos con un pase cambiado por la espalda, incluso dos, pero lo que nos arrojó de lleno a las emociones fue el ramillete de muletazos que vinieron después, trincheras, más desmayados, otra trinchera muy rota, muy de buscarse y haberse encontrado. Un pellizco en la barriga nos devolvía la fe. Castella se lo creyó, sin fisuras, y nos hizo cómplices de un faenón. Ya éramos todos a una: 24. 000 personas, se dice pronto. Y todo cambia en décimas de segundo, las que tarda un muletazo en arrancar un olé de esos que se tambalea la Monumental. Castella no dio uno, ni dos ni tres muletazos, fue capaz de encadenar una retahíla de ellos, una sucesión interminable que barnizaba lo que estaba ocurriendo ahí abajo del misterio de la grandeza. Primero al natural, quién sabe si fueron siete u ochos muletazos, todos templados, con un ritmo descomunal como era la embestida descolgada e infinita del Alcurrucén. Un delirio de toro y una armonía grandiosa por parte del torero. Nada faltaba y nada sobraba ahí. Casi nada. Un milagro, o cerca de él, después de estar vivo. Por la derecha quiso después, en una alternancia por uno y otro pitón, que extraordinarios eran ambos. Espectacular tanda, un remolino de emociones iban agolpándose en la suma de esos derechazos, ralentizados, todo fluía en honor a esa rotundidad. Y así una y otra vez en una obra que encontró además del ritmo en las muñecas, la mesura en los tiempos. Broche genuflexo, torería pura. No podía fallar cuando se perfiló al entrar a matar. Ni por él, que divisaba ya Madrid desde las alturas, ni por la grandeza que había entregado ese toro en el corazón venteño. Ni cerca ni lejos, se fue hacia el toro con todo, se deslizó la espada al unísono que en Madrid sonaba algo similar a un ronquido, crujía, júbilo, por fin un sí, sabedor el público de la cantidad de barreras infranqueables que se elevan cada día en Madrid. La espada cayó baja, una pena para la plenitud de un romance que esta vez no fue de valentía. Toreo indeleble a la memoria. Dos trofeos paseó Castella, a pesar del borrón a espadas, una vuelta al ruedo para el animal. Grandioso Alcurrucén, a pesar de los pequeños peros, esos son los que deben diferenciar la vuelta del indulto. El animal fue un regalo para un elegido en este San Isidro de manicomio. Se abría así ante los pies de Sebastián Castella la Puerta Grande de Madrid a pesar de estar en el tercer toro. El único que mereció honores de una descastada y deslucida corrida de Alcurrucén. Morante quedó inédito en su paso venteño. Si el primero tuvo la entrega en entredicho, el cuarto también y ni la amplitud de la tauromaquia de El Juli pudo poner riendas a ese quinto, que tenía buena condición pero las fuerzas por debajo de la dignidad del bravo. Tampoco con ese segundo simplón, desigual de ritmo y deslucido. Castella lo vivió en sus propias carnes con un sexto descastado y amenazando con sacar mal estilo. No sé si sufrió, pero le aguardaba una más que padecida Puerta Grande de Madrid que debe ser gloria bendita aunque el cuerpo quede deshecho. Madrid vibró. Palabrita. Verdad de la buena.