Luis Suárez

Una nueva ley

Es, sin duda, excelente noticia la de que las Cortes promulguen el derecho de los sefardíes a optar por la nacionalidad española. Sefarad significa precisamente España. Dentro del judaísmo constituye uno de sus dos sectores principales. Pero los historiadores tenemos obligación de recordar los precedentes. El decreto de 31 de marzo de 1492 se hallaba en desuso al menos desde principios del siglo XIX. Hace más de cien años, durante la Primera Guerra Mundial, las autoridades turcas prepararon la expulsión de los judíos instalados en Palestina porque los consideraban partidarios de Inglaterra. Alfonso XIII intervino con eficacia: aquellos judíos tenían algo que ver con él; pudieron permanecer. Pero en 1924, cuando las reformas de Kemal Ataturk suprimieron los pactos especiales con las comunidades, el propio Rey, ayudado por Primo de Rivera, firmó un decreto que autorizaba a todos los sefardíes que se considerasen descendientes de los exiliados de España a solicitar de los consulados la documentación que les acreditaba como españoles, pasando de este modo personas y bienes a ser amparados por los representantes.

No podía pensar entonces el monarca en las consecuencias de este decreto. Ni los propios judíos. Cuando la Guerra Civil estalló, los judíos se dividieron: el sionismo se inclinó en favor de la República enviando incluso una brigada entre las internacionales, pero los sefarditas de Marruecos y Rumanía aportaron dinero a la causa de Franco. E incluso cuando Beigbeder asumió la Alta Comisaría, llamó a su lado a un eminente judío, losef Toledano. Las sinagogas existentes siguieron funcionando y el conde de Jordana respondiendo a las demandas del Vaticano, en 1938, garantizó que todos los derechos de los judíos serían respetados. El decreto de 1924 seguía vigente. España se apartaba del antisemitismo, aunque la propaganda, bien influida por los nazis, siguiera utilizando aquellos juicios negativos sobre una conspiración judeo-masónica.

La persecución alemana comenzó buscando el sometimiento y confiscación de bienes. Ya Serrano Suñer pasó instrucciones a sus diplomáticos para que, usando del decreto, otorgaran documentos y protegieran los bienes de los «españoles hebreos». Hasta 1943 esto pareció suficiente aunque se añadió algo más: ningún judío que conseguía llegar a España, aunque careciese de documentos, era devuelto. Es imposible conocer con exactitud el número de los que pasaron. En 1943, cuando el Holocausto se estaba afirmando, las autoridades alemanas dieron un plazo para que España se llevase a aquellos españoles ahora indeseables. Fue entonces cuando Romero Radigales en Atenas tuvo que improvisar el transporte de la comunidad de Salónica, muchos de los cuales tuvieron que ser rescatados en Bergen Belsen, campo de concentración aunque no de genocidio, y Domingo de las Barcenas, en Roma, y Gines Vidal, en Berlín, al enfrentarse con las autoridades nazis les dieron a entender con claridad, según las órdenes que recibían, que aquel tremendo crimen no iba a permanecer desconocido. Ángel Sanz Briz todavía tuvo más dificultades en Budapest porque no tenía siquiera reconocido el rango de encargado de negocios, aunque el Gobierno español así le consideraba. Cuando en 1944 se desató la etapa final, las instrucciones a los agentes diplomáticos que quedaban eran claras: hacer cuanto pudieran, sin consultar porque se podía perder tiempo y esto es precisamente lo que no tenían.

Aquel decreto de 1924, fruto de la esencia de la Monarquía, fue, en consecuencia, de un valor inesperado. España no solo pudo dar cobijo a los que por su cuenta huían, sino que, según los cálculos precisos del Moshav, salvó directamente la vida de 46.000 judíos, porque eran españoles. Es algo que conviene recordar y que deben tener en cuenta los que en nuestros días están completando las dimensiones de un Estado de Derecho que permite a los sefardíes adquirir, si lo desean, un reconocimiento oficial de la nacionalidad española porque es suya. Me ha llamado la atención que se haya establecido en la nueva ley un plazo de tres años para que los sefarditas soliciten la nacionalidad española. Si una condición semejante se hubiera incluido en el decreto de 1924, no hubiera tenido el Gobierno español la posibilidad de defender ante los nacionalsocialismos a tantos miles de personas, pues el decreto hubiera pasado a mejor vida. No. Los sefarditas tienen esa condición sin espacio de tiempo. Y ante el nuevo antisemistismo que aflora, es un detalle a tener en cuenta.

Recordemos también que el decreto de 31 de marzo de 1492, que los historiadores calificamos de expulsión, era en realidad de prohibición de la religión judía. Los sefarditas se encontraron entonces ante una disyuntiva: o se bautizaban integrándose en la ciudadanía, como muchos hicieron, o tomaban sus bienes y se iban. Este aspecto de la cuestión fue examinado por la comunidad judía en los años 60 del pasado siglo, y por eso decidieron pedir al Gobierno español la anulación del mencionado decreto. Don Antonio Oriol, ministro de Justicia, pensó que esto era innecesario: la nueva ley de libertad religiosa cerraba el tiempo. Pero al consultar a algunos historiadores éstos le aconsejaron: en el proemio del decreto el judaísmo era considerado como un mal y ahí estaba el error. De este modo se llegó a la decisión, tomada en enero de 1960, de promulgar un decreto que anulaba el de los Reyes Católicos y entregarlo al jefe de la comunidad judía de entonces, Samuel Toledano, persona a la que debo gran amistad y gratitud. Nada debe anularse. Lo que sí conviene es afirmar que los sefarditas son tan españoles como nosotros.

Permítanme unas palabras finales. Un día me correspondió llevar un ramo de flores al memorial del Holocausto, Yad Vashem, en Jerusalén Desde el fondo del alma me llegaban estas palabras: ojalá hubiera sido mayor el número de los salvados. He ahí la meta de la nueva ley: brindar a los judíos una defensa frente a las hostilidades que renacen.