Festival de Cannes

Alexander Payne: «Nebraska» conquista Cannes

Jerry Lewis hizo todo tipo de bromas y se convirtió en el protagonista de la presentación ayer en Cannes de «Max Rose», que interpreta
Jerry Lewis hizo todo tipo de bromas y se convirtió en el protagonista de la presentación ayer en Cannes de «Max Rose», que interpretalarazon

Ayer fue un día feliz en Cannes. No es fácil que, en una misma jornada, lluevan aplausos como chuzos de punta. ¿Los culpables de esta borrasca de vítores? Abdellatif Kechiche y Alexander Payne, firmes candidatos a la Palma de Oro. ¿Sus objetivos? Tomarle el pulso a la vida, seguir sus pasos, medir sus vibraciones y descubrimientos. El cineasta tunecino logró que las tres horas de «La vie d'Adèle. Chapitre 1 et 2» pasaran como una exhalación: su película puede parecer escandalosa –incluye al menos tres escenas de sexo lésbico que algún despistado podría asociar con porno doméstico y provocativo–, pero en su pasión por definir la esencia del primer amor de una adolescente, nos regala un trozo de vida fascinante.

Evocando a Marivaux

En «Nebraska» Payne se coloca en la copa del árbol genealógico, abraza la tercera edad de su protagonista para echarle una mano y hace balance, mientras contempla los paisajes del estado que da título a su modesta elegía como si hubiera descubierto un álbum de fotos en el desván de su casa, la vida en hermoso blanco y negro.

«La vie d'Adèle» arranca con la lectura de «La vida de Marianne», de Marivaux. Y así arrancó la rueda de prensa, con Kechiche evocando al dramaturgo francés de la Ilustración, al que ya citaba profusamente en su ópera prima, «La escurridiza», y cuya obra más célebre, «Juego del amor y del azar», podría ser subtítulo elocuente para «La vie d'Adèle». Marivaux habla del flechazo, se pregunta si nuestro corazón pesa más o menos después de recibir el impacto del primer amor. Toda la película puede entenderse como la precisa medición del corazón de Adèle, de sus latidos y arritmias: de cómo, siendo estudiante de instituto, se enamora locamente de Emma (Léa Seydoux); de cómo descubre su voraz sexualidad; de cómo el ambiente en que han crecido cada una de ellas determinará sutilmente la evolución de sus afectos.

Deshagamos el equívoco: «La vie d'Adèle» no es una película sobre la salida del armario de una adolescente. Al contrario que la novela gráfica de Julie Maroh en que se basa, Kechiche prefiere no politizar la homosexualidad. «El cómic se desarrolla en los noventa, en un momento de gran militancia gay», explicó ayer. «Yo, en cambio, quería centrarme en los encuentros de Adèle y Emma, sin lanzar mensajes al respecto». Apenas hay planos generales en el filme. La cámara se pega al rostro de las protagonistas –especialmente el de Adèle, a la que la debutante Adèle Exarchopoulos encarna con una seductora y vulnerable intensidad–, se columpia en sus labios y se bebe sus lágrimas. Es lógico que, cuando llega el sexo, se contemple como el origen del mundo: la primera secuencia entre sábanas, que dura más de diez minutos, es una de las más hermosas de la historia del cine. Sólo hay verdad en ella: el deseo inasequible, el placer de la ternura, cuerpos frágiles en trance de derretirse. A esas alturas Kechiche se ha ganado nuestra empatía, y cuando irrumpe la crisis sentimos exactamente lo que sienten las protagonistas. ¿El triunfo del naturalismo? No, diríamos que el triunfo del cine. Según el diario «Le Monde», Kechiche, que, como Malick, construye sus películas en la sala de montaje, tenía 750 horas de metraje rodado. Sus métodos de trabajo, que consisten en filmar sin decir a los actores cuándo filma, le obligan a encontrar el ritmo interno de la película en posproducción. A veces no lo consigue (por ejemplo, en «Cus cus»), pero cuando acierta, como en «La vie d'Adèle», pone la vida a nuestros pies.

Que es, a su modo, lo que hace Alexander Payne. «Nebraska» retrata a un padre hosco y hermético (Bruce Dern) a través de los ojos de su hijo menor cuando éste decide acompañarle a buscar un premio inexistente, un reclamo publicitario que el viejo ha confundido con un regalo de un millón de dólares. Cuesta creer que «Nebraska» sea la primera película de Payne con guión ajeno, tales son las afinidades electivas con su obra anterior: como en «A propósito de Schmidt» o «Entre copas», el viaje es proceso de conocimiento e iluminación, y su mirada, entre perpleja y cariñosa, hacia la América profunda –y en especial a Nebraska, estado en el que nació y que, con la excepción de «Los descendientes», es su particular Yoknapatawpha– y las flaquezas de los perdedores que la habitan, es comprensiva y cariñosa.

Con el tiempo, el punto de vista de Payne se ha hecho más humanista y menos sarcástico. Lejos quedan los tiempos de «Election», donde la (sana, inteligente) caricatura exacerbaba el patetismo de sus personajes. Lo más fascinante de «Nebraska» es el modo en que la mirada de los otros –una impagable galería de secundarios– desvela los secretos de un hombre opaco, que se ha protegido en su alcohólica hostilidad para no exponer el fracaso de su existencia. Payne habló en la rueda de prensa de que quería que esa figura paterna recuperara la dignidad que se pierde cuando llegas a viejo. Como el David Lynch de «Una historia verdadera», factura una película de generoso aliento poético.

En blanco y negro

El blanco y negro de «Nebraska» evoca el de «La última película» o «Luna de papel» o el de las fotos de Walker Evans. «Son tiempos de depresión, y quizá eso se filtró en la atmósfera del filme», afirmó Payne. «La acabé el pasado viernes. Es imposible abstraerse de lo que ocurre en nuestra sociedad». La decisión de rodar en blanco y negro, que embellece la textura melancólica del filme y de su retrato de un rosario de paisajes desolados, se encontró, como era de esperar, con la reticencia de los estudios. «Hubiera sido más barata en color y, sí, luché contra viento y marea para que me dieran dinero para rodarla como yo quería». Ninguna televisión, recordó Payne, compra los derechos de emisión de una película en blanco y negro. Ninguna televisión comprará los derechos de emisión de «La vie d'Adèle». Y es curioso: a contracorriente, ambas películas son, junto a «Inside Llewyn Davis», lo mejor que se ha visto hasta ahora en el Festival de Cannes.