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Historia

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Napoleón y las pirámides de Egipto

La expedición del Gran Corso al país supuso el nacimiento de la egiptología

Napoleón Bonaparte frente a la Esfinge / Desperta Ferro Ediciones larazon

La expedición del Gran Corso al país supuso el nacimiento de la egiptología.

E l 21 de julio de 1798, tras una ardua marcha bajo un sol infernal, la Armée d’Orient de Napoleón Bonaparte tenía a la vista la capital de Egipto, El Cairo, y las antiguas pirámides de Guiza, entonces olvidadas y parcialmente sepultadas por el desierto, pero cuya visión emocionó al general de veintinueve años, que se veía al fin reflejados en los conquistadores de la Antigüedad que habían hollado aquellas tierras muchos siglos atrás: Alejandro Magno, Octavio Augusto e incluso el rey Luis IX de Francia. Nadie verbalizó mejor la ensoñación que provocaba Egipto que un oficial de intendencia de la 75.ª Demi-brigade de Línea, el capitán Joseph-Marie Moiret, quien, a bordo de la flota, escribía: «¡Veremos esa antigua tierra, la cuna de las ciencias y las artes! ¡Qué alegría! ¡Allí encontraremos esos valles por donde los hijos de Israel conducían sus rebaños; esos monumentos indestructibles, obras del poder de los faraones, esas pirámides y obeliscos, esos restos de templos antiguos, esas ciudades, esos países ilustres por las hazañas de los macedonios, los romanos, los musulmanes y el más santo de nuestros reyes!».

Las pirámides de Giza fueron el telón de fondo de la batalla que convirtió a Bonaparte en el dueño de Egipto. En vísperas de la acción, el corso arengó a sus tropas: «Soldados, desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan». Todavía en el siglo XV, según el cronista al-Maqrizi, algunos egipcios se aproximaban a la Gran Esfinge para ofrendarle gallos blancos e incienso de ciprés, pero trescientos años más tarde la única imagen del monumento que persistía entre los lugareños era la de Abu al-Hul («padre del terror»). Uno de los propósitos de la expedición era rescatar del olvido las maravillas de la antigua civilización egipcia y devolver el país a su gloria. Así lo había expresado poco antes Joseph Eschasseriaux, diputado del Consejo de los Quinientos que colaboraría con Napoleón en el golpe del 18 de Brumario: «Qué mejor empresa para una nación que ya ha dado libertad a Europa [y] que liberó los Estados Unidos que regenerar en todos los sentidos un país que fue el primer hogar de la civilización [...] y devolver la industria, la ciencia y las artes a su cuna para establecer los cimientos de una nueva Tebas o de otro Memphis por los siglos de los siglos».

Para algunos integrantes de la expedición francesa, como el jacobino François Bernoyer, aquellas obras grandiosas eran el fruto de la megalomanía de tiranos que deseaban inmortalizarse a costa del erario. Otros no tuvieron mejor idea que dejar constancia de su presencia con un grafiti en sus muros, pero la mayoría manifestaron su admiración. Dominique Vivant Denon, que se convertiría pocos años más tarde en el primer director del Louvre, recordaría: «Me alegré de ver montañas de nuevo, de ver monumentos cuya época y el objeto de cuya construcción también se pierden en la noche de los siglos; mi alma se conmovió ante el gran espectáculo de estas magníficas obras; lamenté ver que la noche extendía su velo sobre esta imagen tan imponente a los ojos como a la imaginación. [...] Al primer rayo del día volví a saludar a las pirámides e hice varios dibujos».

Un disparo en Guiza

Napoleón tuvo aquellos colosos ante sí, pero declinó visitar el interior de las pirámides. Sí que lo hicieron, además de los miembros de la Comisión de las Ciencias y de las Artes, muchos de sus soldados, cuyas nociones sobre el Egipto de los faraones se reducían a los pasajes bíblicos del Antiguo Testamento. El capitán Moiret describiría su visita a la gran pirámide de Guiza, en la que, tras recorrer distintos pasadizos y salas funerarias, su grupo llegó a un punto infranqueable: «Finalmente, hay allí un pozo de profundidad desconocida.

Alguien disparó una pistola y el sonido resonó durante tanto tiempo que pensamos que debe conducir a unas vastas cuevas». Aquellas primeras exploraciones fueron el origen de la moderna egiptología. El propio Napoleón se enorgullecería en sus memorias, escritas en Santa Helena, de haber contribuido a ello: «Le di a la ciencia el campo más bello que jamás haya explotado». Así, aunque la campaña francesa fue un fracaso absoluto en términos estratégicos, su legado científico resulta incuestionable.

Para saber mas:

“Napoleón en Egipto”

Desperta Ferro Historia Moderna nº41

68 páginas

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