Cultura

Un libro sobre los que plagian y los que son plagiados

Ricardo Álamo reúne en «Plagiarios y Cía» a los clásicos y a los «letraheridos» de gloria efímera

El escritor y profesor de Filosofía Ricardo Álamo posa en su casa de Puerto Real (Cádiz)
El escritor y profesor de Filosofía Ricardo Álamo posa en su casa de Puerto Real (Cádiz)Román RíosAgencia EFE

El plagio ha afectado a antiguos y modernos, clásicos y vanguardistas, apocalípticos e integrados, noveles y Premios Nobel, según el diccionario «Plagiarios y Cía» (Renacimiento) que reserva una entrada para casi todos ellos: Cervantes, Shakespeare, Goethe, Borges, Nabokov, Baroja, Cela... Firmado por el escritor y profesor de Filosofía Ricardo Álamo (1965), este diccionario no sólo reúne plagiarios y plagiados sino también «negros», apócrifos, piratas, heterónimos, impostores, bohemios, falsificaciones, «bromas literarias» y todas las historias que envolvieron esas creaciones y recreaciones.

Aunque guarda las formas –un grueso volumen de casi 600 páginas–, «Plagiarios y Cía» es un libro divertidísimo, repleto de anécdotas descabelladas, de excusas impensables –parece mentira las excusas tan tontas que aduce gente tan inteligente cuando se la pilla copiando– cuya lectura engancha como ya quisieran muchas novelas y divierte como ya quisieran muchos humoristas.

Algunas entradas de este diccionario sobre «jardines ajenos» rozan la tragedia, otras se quedan en comedia y muchas superan la categoría de disparate, en definitiva todos los matices que caben en el delgado hilo que separa el préstamo de la estafa, la inspiración del delito. «Todo lo que no es tradición es plagio», dijo Eugenio d’Ors, aunque «no sabe uno muy bien qué quiso decir con eso», reprocha en el prólogo el escritor Andrés Trapiello, quien añade que el plagio es admisible cuando va seguido del asesinato, aunque uno juraría haberle leído esa frase a Francisco Umbral, quien vaya a saber si, a su vez, la leyó antes en algún otro lugar.

El diccionario también aborda la «intertextualidad», los «homenajes», los autoplagios y las múltiples excusas a las que se recurre para escapar de situaciones que, en tantas ocasiones, eran ya competencia del Código Penal, algunas de ellas tan pintorescas como la de achacar el desaguisado a la «memoria fotográfica» del plagiario.

Junto a clásicos de todas las épocas y escritores consagrados de casi todos los idiomas, figuran en estas páginas «letraheridos que han buscado la gloria literaria del día o de la posteridad usando las más sibilinas artimañas, gentes del libro que han orientado sus vidas a querer permanecer para siempre en ese gran libro circulante que es la literatura, pero que a la postre sólo han conseguido o bien permanecer en el olvido o bien aparecer ahora en este vademécum junto a nombres ilustres», dice Álamo.

El autor se ha preocupado por que la anécdota de cada plagio reseñado esté contada «por los propios escritores o por quienes más tarde o más temprano los sacaron a la luz con afán de denuncia o como mero ejemplo significativo de unas prácticas que no siempre fueron consideradas moral, jurídica y literariamente de la misma forma a lo largo de los siglos».

En descargo de plagiarios, el autor cita a Juan Valera cuando aconsejaba que «vale más copiar una discreción o una cosa bella que decir una sandez, una frialdad o un desatino propio», y recuerda la exclamación de Juan Ramón Jiménez cuando, harto de que los «poetitas del 27» saquearan sus poemas, leyó «La voz a ti debida» de Pedro Salinas: «¿Cómo ‘a ti debida’? ¡A mí, a mí debida!».