Entrevista
Álvaro Alés: «A Trump le pondría un amontillado y a Putin un rebujito»
El director de Marketing de Bodegas Barbadillo reivindica la cocina con alma y denuncia el turismo de escaparate, tan habitual en las ciudades
En Álvaro Alés cabe Andalucía entera. El vino y la barra, la conversación y el turismo, la autenticidad y la ironía. Es un hombre que sabe de marketing pero prefiere aprender en un bar, que enseña de vino pero defiende el milagro de la tradición oral, que reivindica la cocina con alma y denuncia el turismo de escaparate. Con él, cada respuesta es un sorbo de verdad bien servida.
Dicen que en Andalucía hay más de 60 bares por cada biblioteca… ¿Somos de tapa más que de tapa dura?
Ojalá por cada 60 tapas se leyera, al menos, un buen libro. El problema es que se está dejando de leer hasta las cartas, que ahora vienen en QR y sin alma. Mientras queden bares donde se canten las tapas de viva voz, sin pantalla de por medio, al menos nos quedará la tradición oral. Que no es poca cosa.
¿Qué ha aprendido usted en una barra que no le enseñaron en una facultad?
Pasé más tiempo en la barra de la facultad que en la biblioteca del Rectorado, y no me arrepiento en absoluto. Allí aprendí que el consumidor puede cambiar de opinión… a partir de la segunda copa. Hay que escucharlo, pero no dejarle dirigir el departamento de marketing. No hay mejor focus group que un camarero veterano y cuatro desconocidos de barra sin filtro. Yo a eso lo llamo un «test rociero». En esas tertulias sigo intentando aprender lo más difícil en este ámbito: escuchar más y hablar menos.
Si el bar es escuela, ¿el vino es asignatura troncal? ¿Qué puede enseñarnos una copa bien servida sobre un territorio?
En una clase que imparto a la que llamo «desmitificación del vino» explico que el territorio es uno de los tres factores principales en su consumo. El elemento primario es la tierra, la nuestra tiene acento propio y vides con raíces milenarias. El secundario es que los andaluces llevamos el vino fermentado en el ADN. Y el terciario, que forma parte de nuestra cultura y hasta de nuestra religión. No en vano, el primer milagro de Jesús fue transformar el agua en vino. Y en Semana Santa, ya se sabe: entre paso y paso…
No me extraña que Andalucía se cope de visitantes. ¿Qué turismo necesitamos: más, mejor o distinto?
Necesitamos menos turistas de alpargata y más viajeros de alma abierta. No se trata de coleccionar likes, sino de acumular momentos memorables y auténticos. El vino lubrica los buenos ratos y abre conversaciones que no caben en una guía. Andalucía no es solo un lugar para visitar, es un territorio al que uno siempre quiere volver: los que nacimos aquí y nos fuimos… y los que vienen y se marchan con ganas de regresar.
¿Y no corremos el riesgo de pasar de la experiencia al sofoco? ¿De ser anfitriones orgullosos a sentirnos un decorado saturado?
Los andaluces sabemos ser buenos cicerones, pero no nos gusta hacer de actores secundarios en un guion que no hemos escrito. Ser acogedores no significa ser decorado, porque aquí somos protagonistas de la experiencia, no atrezo. Ahora bien… del sofoco, desde primavera, no nos libra ni el mejor guionista.
¿Sigue siendo posible la autenticidad cuando el fogón se convierte en escaparate y el plato en contenido para subir antes de que se enfríe?
La autenticidad en la cocina sigue siendo emocionar con el sabor. Y si el plato se enfría por la foto, que al menos la historia que cuente sea honesta. Compartir un plato en redes no tiene por qué restarle autenticidad, al contrario: es una forma de difundir nuestra gastronomía. Mientras las fotos no sustituyan al paladar, bienvenidas sean. Que nos sigan haciendo la campaña internacional… gratis.
En el lado contrario, hay quien cocina más para impresionar que alimentar.
Y hay quien cree que el marketing se hace con colores y no con datos. Cocinar sin alma es como hacer un anuncio de manzanilla sin haber catado una copa directamente de la bota. Impresionar es fácil. Encontrar tu magdalena de Proust en una tapa de espinacas… eso ya es otra cosa.
Por último, ¿a qué dos líderes mundiales llevaría a una barra a pedirles una ronda y arreglar un problema global en «diez minutos»?
A Trump me lo camelaba con un buen cantaor flamenco y un amontillado, a ver si con un «tiirititrump» bien entonado se le amansa el genio. Y a Putin le pedía un rebujito, a ver si al mezclarse con algo bueno como la manzanilla se le pega algo de su alegría… o al menos se le enfría la cabeza. Y si no arreglamos el mundo en diez minutos, al menos salimos con un titular para LA RAZÓN y la primera ronda pagada.
Ahí, ahí, ahí.