Tribuna

Cervantes y la suerte de la salamanquesa

Fernando González Viñas asegura que «el que no acude a las plazas de toros no sabe lo que se pierde, desconoce la riqueza lingüística con la que se riega el ruedo»

«Tontos, por muy tontos que nos pongamos con el tema, los hay, también en las plazas de toros, y nadie debe considerarse excluido»
«Tontos, por muy tontos que nos pongamos con el tema, los hay, también en las plazas de toros, y nadie debe considerarse excluido»La RazónLa Razón

El que no acude a las plazas de toros, sea ministro o ministril (véase la RAE), no sabe lo que se pierde. Los tendidos que las pueblan están repletos de gentes de ingenio que sorprenden continuamente con invenciones lingüísticas propias de mentes desbordantes, creativas y fuegoartificialescas. En esta pasada feria de Córdoba he estado especialmente atento al qué dirán los compañeros del tendido, o mejor dicho, al qué dicen, y puedo asegurar que una sesión de la RAE con Pérez-Reverte dándole al twitter no alcanza lingüísticamente la poética que se destila en el tendido de la plaza de toros. Porque además de lo que sucede en el ruedo (no siempre sublime, para qué engañarnos) quien asiste a los toros puede sumergirse en un mundo que parece inventado por el príncipe de los ingenios, nuestro Cervantes, que al parecer ahora es cordobés y pronto se dirá que del barrio de Santa Marina y que fue matador de toros, como todos los de aquel barrio. Entre los ingeniosos malabaristas del lenguaje que pueblan los tendidos destaca mi amigo Agustín, del que no diré apellidos, salvo indicar que le gusta ir en batín y pantuflas por su casa y que a veces toma Bitter Kas con patatas chips en alguna terraza de la plaza de Las Tendillas. En esta feria, cuando creíamos que ya lo habíamos escuchado todo –después de oír al crítico Álvarez del Moral, tras el minuto de silencio y las preguntas de por quién era aquello, que «por mí seguro que no es»–, Agustín introdujo una nueva suerte del toreo. Resultó que un banderillero se vio en un apuro al poner su par y ante el hilo que había hecho con él el novillo, llegó a la barrera, apoyó las manos encima, como para saltar, pero en lugar de dar el brinco pegó el cuerpo a las tablas y se quedó allí así, paralizado, intentando mimetizarse con el color rojo de la barrera a pesar de vestir un terno yemas de Santa Teresa y azabache. El toro, al parecer, daltónico, desvió en el último instante su embestida y dejó allí al torero, más paralizado si cabe, pegado indefenso su cuerpo a las tablas durante unos segundos eternos. Agustín, levantó ligeramente la mirada y bautizó la jugada maestra del banderillero como «la suerte de la salamanquesa», invención que vale por sí sola el precio de la entrada. No es la primera que saca de su chistera felices expresiones que no se encuentran ni en los campos de fútbol ni en las reuniones de los académicos. Hace años, tras una estocada tendida, nos dijo que aquella estocada era «subcutánea», y, claro, no solo no le lleva-mos la contraria, sino que todos los plumíferos de alrededor, entre los que me incluyo, así la definieron en las crónicas que hicimos para los papeles, que así eran antes los periódicos, de papel. Con todo, las piruetas verbales de Agustín, se quedan cortas ante las que destilaba su padre, también Agustín de nombre, hombre cabal y de cierto tancredismo en los tendidos, que consiste en hablar en voz baja y solo para los compañeros del tendido, y por supuesto nunca gritar ¡música! Agustín padre, una tarde de toros en las que un grupo de personas con cierto síndrome había acudido a la plaza, y ante una gran faena malograda con la espada, nos dijo, a los que estábamos a su lado, que «si hubiese matado bien se le hubiesen tirado hasta los tontitos al ruedo». Aquello, por lo que hoy día podría ser encarcelado o lapidado en plaza pública, lo dijo con el mayor de los cariños y respeto a los interfectos.

Tontos, por muy tontos que nos pongamos con el tema, los hay, también en las plazas de toros, y nadie debe considerarse excluido. Mi madre, natural de Villanueva del Duque, tierra de lechón frito, tenía incluso varias categorías de tontos, entre los que ella destacaba el «zurritonto». En los toros, el zurritonto es fácilmente identificable porque grita ¡música! como el que grita ¡fuego!, a todo pulmón, antes de que el torero haya dado el primer pase. Y claro, la banda de música de Córdoba, que tiene un señor con unos cocos como los que llevaban los escuderos de La vida de Brian, se arranca de inmediato a tocar, porque ellos piensan que están allí para amenizar -verbo anticuadísimo- y para hacer caso a los zurritontos. Lo de los cocos, es digno de estudio, y otro gran aficionado, un tal Domínguez, soltó el domingo que lo que sonaba era un instrumento musical elaborado con «piel de coco», declaración que a su santa esposa, allí presente, la hizo santiguarse y aprovechar un matojo de romero que un aficionado a Morante no necesitó para restregármelo por la cabeza y decirme que me estaba dando la «bendición egipciaca».

Volviendo a los zurritontos, después de la pandemia ha proliferado un nuevo tipo de zurritonto, o el mismo que grita música, quién sabe, que ahora se hace identificar en cuanto se rompe el paseíllo al gritar un estentóreo ¡Viva España!, que incluye un coro de tragedia griega que repite como un eco ¡Viva!. El momento exacto del nacimiento de este tipo de rompeolas lingüístico, que parece utilizarse como arma arrojadiza contra algo o alguien más que como exaltación de las es-cuelas y hospitales públicos de la Península Ibérica (o del jamón ibérico, o del fino de Montilla/Moriles, y…) fue, como se ha dicho, las primeras corridas tras la pandemia. Tras 100.000 muertos, la llegada de la vacuna frenó que la cosa fuese a mayores y nos dejó como efecto secundario más extendido que las bandas de música interpretaran el himno nacional tras el paseíllo, con los pobres toreros aguantando la canícula en formación militar. (Aprovecho para reivindicar que el himno, que es una birria, una marcha militar devenida en parodia futbolística lolololo, se sustituya por Mi gran noche, interpretado por Raphael, que cantarían seguro hasta en Masnou y Azpeitia.) Tras aquel himno que inundó unas plazas de toros que nunca lo habían escuchado y que les sobraba con la bandera de España junto a la presidencia y el reloj, los zurritontos gritaban posesos ¡Viva España! Pronto, espero, como toda moda inútil e introducida con calzador en un ecosistema que tiene sus propias leyes, como es el de la plaza de toros, desaparecerá y los zurritontos se li-mitarán a gritar ¡música!, más que nada para que sepamos que «no tienen todos los caramelos en el bote», otra feliz expresión que se ha podido escuchar en el tendido estos días.

Lo dicho, el que no acude a las plazas de toros no sabe lo que se pierde, desconoce la riqueza lingüística con la que se riega el ruedo, aunque a veces, como ocurrió el domingo, te toca al lado un señor de verborrea incontinente, como la esposa de Pijus Magníficos, el gobernador de Judea en La vida de Brian, y te pone la cabeza como un bombo. Pero todo se perdona y sirve en última instancia como homenaje a Cervantes, que era natural de Córdoba; aunque a los que pueblan los tendidos, en general, tal particular patrioterismo nos la refanfinfle. En definitiva, uno acude a los toros porque la gramática allí no es parda, sino luminosa, colorida, brillante, como la prosa de un manco lepantino, y nuestros compañeros de tendido la limpian, fijan y dan esplendor.