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Lecciones de una media maratón

Lecciones de una media maratón
Lecciones de una media maratónlarazon

“La gente hará cualquier cosa por librarse de la ansiedad”. Esta frase, de la sexta temporada de Mad Men, resume a lo que estamos dispuestos para deshacernos del malestar: lo que sea. Incluso, correr una media maratón. Que son, para ser exactos, 21 kilómetros y 97 metros. Uno detrás de otro.

La noche anterior a la carrera que se celebró en Madrid, me entró la primera pájara y todavía no me había puesto las zapatillas. Era la segunda vez que afrontaba este reto, ya debía saber que iba a poder con ello, hombre, es empirismo puro, y yo, que me considero tan racional... Pues no. Con una copa de tinto en la mano y el octavo plato de pasta de la semana delante de mi cara, se me caían las lágrimas literalmente. Pero no literalmente en plan reseña de libro “el lector se meterá literalmente en la piel del personaje” (una frase que, dicho sea de paso, nunca he entendido, ¿literalmente le despelleja y se coloca dentro o cómo va eso?). En mi caso, sí, literalmente lloraba. La pereza, el cansancio acumulado, la previsión de lluvia, la sensación de que tenía que haber entrenado más... Todo en contra. Antes de meterme en la cama me fumé algún cigarro con la típica actitud derrotista del que da todo por perdido.

El amanecer del “Día D” que vi por la ventana fue tan alucinante que me dije a mí misma: algo que empieza tan bien no puede acabar tan mal. Quizá todos los amaneceres sean así, no tengo mucha experiencia, pero creo que éste fue único (adjunto foto) y, desde luego, premonitorio. Bajé ocho minutos de mi marca del año pasado y disfruté de todo. De las miles de cuestas, de María (mi compañera de fatigas), del dolor punzante del piramidal, de las ampollas que me provocaron esos súper calcetines que "no hacen rozaduras", de los geles, del agua, de la cara de los voluntarios... Y de la llegada a la meta. Dios, qué bien sienta. Es lo más cerca que estarás nunca de lo que experimenta un atleta profesional al entrar en un estadio. La gente grita y te aplaude, pese a no conocerte. Y es que la cara de sufrimiento de semáforo en rojo que traes despierta la empatía del más psicópata.

Qué manera de sufrir, qué épica.

A estas alturas, podemos concluir que correr genera placer. Es archiconocido que el chute de endorfinas te provoca euforia, bienestar, satisfacción. Aún hay mucho más. No tienes que pensar qué hacer, lo que para los neuróticos es el paraíso. No tomas decisiones ni hay grises. Si paras, te quedas quieto. Si sigues, llegas. Qué sencillez tan reconfortante. Tu cabeza queda liberada por dos horas del ruido mental, no te da más que para concentrarte en respirar, aguantar y seguir tirando. En los momentos en los que vas más sobrada miras y conectas con la gente que te rodea y que está pasando por lo mismo que tú. Una columna de más de 20.000 almas. Reconoces algunos rostros que viste a la salida, te reencuentras con otros corredores y te infundes ánimos mutuamente si tienes aliento para hablar.

Y las cuestas arriba, en plan zen. “No vayas contra ellas, no trates de ganarlas, sólo fluye y aprovéchalas para descansar”, es lo que me dijo mi jefe y es un gran consejo. Pasos cortos, espalda recta y la mirada hacia abajo. Concentrada en la raya azul que marca el camino de la media por las empinadísimas calles madrileñas. Pum, pum, pum... Un paso detrás de otro y la prueba, dividida mentalmente en grupos de cinco kilómetros. Cuando superas el quinto, a por el número diez; luego el quince, el veinte y ya casi estás. Lo has conseguido por segunda vez. A mí me funcionó. Es cierto que aquel día me funcionó todo y que no siempre es tan fácil. También hay carreras regulares, malas y malísimas en las que quieres abandonar muchas veces. Ésta fue de las buenas.