Teatro

Comunidad de Madrid

La insolente levedad del ser

La insolente levedad del ser
La insolente levedad del serlarazon

Por Luis Miguel Belda

De acuerdo. En la insolencia que envuelve algunos mensajes existe un acento provocador que persigue, probablemente, obtener mayor eco. Pero no menos verdad es que este tipo de comunicación insolente, como deseo describirla, representa una comunicación directa, ‘ininterpretable’ y diáfana.

Si nos saltamos (o si se quiere, si disculpamos) el barniz grosero que acompaña no pocos de estos improperios comunicativos, encontraremos, y quiero pensar que muchos convendremos, que cierta comunicación insolente es de agradecer en un mundo en el que el lenguaje, de tan correcto, inclusivo y respetuoso se ha convertido en una herramienta que a veces hay que coger con papel de fumar si no desea uno vérselas en los tribunales.

No me estoy refiriendo a la insensatez que representa un lenguaje soez per se, como las letras de algunas canciones que por alguna razón gozan de grandes audiencias, o exabruptos como el del actor Willy Toledo, quien afirma siempre que le preguntan por ello que “seguiré cagándome en Dios”.

Refiero, por ser de reciente actualidad, el fallo judicial que condena al periodista Federico Jiménez Losantos a indemnizar con 3.000 euros a la parlamentaria de Unidas Podemos Irene Montero por tildarla en su programa de radio de “pobre mujer, que carece de recursos intelectuales”, “pardilla”, “indigencia intelectual”, “espectáculo de memez”, “matona barata” o “analfabeta funcional”. Como también ha sido reprobado el vicepresidente de la Comunidad de Madrid, el dirigente de Ciudadanos, Ignacio Aguado, por afirmar que prefiere no “poner ‘pajines’ o ‘aídos’ en un gobierno”, en alusión a las dos exministras socialistas.

A ambos les ha caído encima la del pulpo, por sus exabruptos, que, desde luego, no voy a enjuiciar, pues no es mi cometido ni el objeto de este artículo. Pero sí es verdad que de un tiempo a esta parte estamos poniendo en riesgo el concepto mismo de la libertad de expresión. Lo hacen quienes, como esos cantantes de moda, el actor Willy Toledo o la humorista Eva Hache, que llamó “mierdas” a quienes se manifestaron en la plaza de Colón contra el Gobierno de Pedro Sánchez, se amparan en este derecho fundamental creyendo que, siendo como es fundamental, da derecho a decir lo que nos venga en gana y del modo que nos venga en gana. También afectan a la libertad de expresión aquellos que la abusan para combatir a quienes entienden que les han insultado o mermado en su honor y dignidad.

Como en la ingestión del sabroso pero pesado cocido, en la moderación está, o ha de estar, el sino de las cosas. La libertad de expresión, y bien lo sabemos los periodistas, debe establecer unos límites, pues no todo vale. Porque si admitimos que alguien se puede cagar sin más en el Dios en el que creo, y regodearse con ello, admitiremos que, en igual condición, podremos mandarle “a la mierda”, y así en un bucle infinito, donde, al amparo de este derecho fundamental, pasemos media vida llamándonos de todo y entre todos.

Personalmente, no me gustan los eufemismos, y el lenguaje, incluido el periodístico, lleva de un tiempo a esta parte abusando de ello. Pero tampoco esto es la selva, ni ha de serlo. Lo que sí compruebo es que el nivel ‘maribel’ de estos tiempos es algo más chabacano que el de otros anteriores, y no tan lejanos. Quizá ocurra que hoy no seamos tan elegantes ni siquiera en los exabruptos.

Añoro aquel -todo un clásico- de Fernando Fernán Gómez, contra, al parecer, un señor que le molestaba: “Si usted cree que tengo mal carácter está en lo cierto. Lo tengo, y muchísimo. Y maleducado, sí señor. Desgraciadamente soy una persona muy maleducada (...) ¡Váyase a la mierda, a la mierda!”.

Como el de Camilo José Cela, quien, sobre la homosexualidad, se destapó con aquel: “No estoy ni a favor ni en contra” de sus reivindicaciones: “Me limito a no tomar por el culo”. O este de Arturo Pérez Reverte, a propósito del exministro socialista de Exteriores, que le costó una reprimenda del Congreso: “A la política y a los Ministerios se va llorado de casa. Luego Moratinos, gimoteando en público, se fue como un perfecto mierda”.

Otro clásico en esto de estirar las palabras y la intencionalidad, es, sin duda, Fernando Sánchez Dragó: “Mi patria es mi verga”, llegó a decir en una entrevista, o el resucitado por HBO Jesús Gil y Gil, cuando aseveró: “Como vuelvas a mencionar el nombre de Jesús Gil, te arranco la cabeza. Eres un chorizo y un hijo de ...”.

Paradigmas de comunicación insolente, todos los ejemplos aquí traídos, que nos gustarán más o menos, que nos parecerán más o menos inapropiados, pero que tienen un nexo común: la claridad. Ninguno de quienes profirió estos exabruptos dejó lugar a dudas de lo que pretendía expresar. Solo me pregunto si los que se cruzan en estos tiempos, y son múltiples gracias a las redes sociales, están a la altura intelectual y del ‘buen gusto’ de los pretéritos recientes. Será que me estoy volviendo un antiguo, hasta en esto.