Carta Pastoral

Un adiós fraterno y jubiloso

El administrador apostólico de la Diócesis de Burgos y hasta hace mes y medio arzobispo, Fidel Herráez, se despide de su pueblo tras cinco años de servicio a los fieles burgaleses

Fidel Herráez

Hoy es el último día que me asomo a esta ventana, desde la que cada domingo he tenido ocasión de saludaros para desearnos siempre un feliz día del Señor. Agradezco sinceramente los medios técnicos que han hecho posible estas comunicaciones semanales, facilitando el encuentro sencillo entre el Obispo y su Iglesia, entre el Pastor y su pueblo. Así, a lo largo de estos cinco años, he querido acercarme a vuestros hogares para compartir con vosotros unas palabras de la liturgia dominical, una celebración o un documento de la Iglesia, un comentario de la vida diocesana, una reflexión para iluminar la actualidad desde el Evangelio…, un deseo, en definitiva, de animarnos a vivir más profundamente la fe, siendo mejores cristianos cada día, mejores hijos de Dios y mejores hermanos entre nosotros y con todos. Esa ha sido la misión que con la ayuda de Dios y como un sencillo instrumento en manos del único Pastor, Jesucristo, he procurado vivir, acompañando el caminar de nuestra querida Iglesia en Burgos, cuyo cuidado y servicio pastoral se me confió.

Llega ahora el momento del relevo. Así os lo anunciaba hace algunas semanas. El próximo sábado, si Dios quiere, comenzará el servicio episcopal de D. Mario Iceta en esta parcela de la Iglesia que peregrina en Burgos. Se trata de un momento hermoso en la historia de nuestra Iglesia donde se hace visible la unidad y la continuidad en la sucesión apostólica. Unidos al Papa que le ha encomendado este ministerio, saldremos al encuentro del que «viene en el nombre del Señor». Estoy seguro de que le acogeréis con la nobleza castellana que os caracteriza y de que en todo tiempo haréis que se sienta acogido y en casa, como me he sentido yo.

Para mí en este momento se entremezclan sentimientos muy complementarios. Vivo un sentimiento hondo de alabanza y agradecimiento al Señor que me ha concedido la gracia de conocer, guiar, acompañar y presidir esta hermosa Iglesia burgense. Siento igualmente la necesidad de dar gracias por vosotros y a vosotros ¡Cuántos testimonios de acogida, de entrega, de fidelidad, de cercanía, de colaboración, de generosidad… me he encontrado en tantos sacerdotes, religiosos y laicos, en la Iglesia y en la sociedad! Como una fiel orquesta hemos seguido entonando, en la pluralidad de los carismas y ministerios, la melodía única que el Señor nos ha ido proponiendo. Recuerdo, y me sirven para daros las gracias a todos, las palabras de Pablo a la comunidad de los Tesalonicenses cuando les dice: «Sin cesar recordamos ante Dios, nuestro Padre, la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor» (1Tes 1, 3). Gracias de corazón.

Junto al sentimiento de gratitud por haber compartido con vosotros esta aventura misionera, me llena un profundo gozo y una certera esperanza. El momento que vivimos es apasionante, no exento de dificultades, cierto. Pero, ¿acaso ha sido alguna vez fácil la evangelización? Tenemos un pasado maravilloso: nuestra magnífica Catedral, monumento insigne a la fe de ocho siglos, es prueba de ello; y lo atestiguan también, como piedras vivas, la innumerable cantidad de testigos que nos han precedido en el recorrido de la fe y que han alcanzado la santidad en estas tierras. También estamos impulsando un rico presente, que se construye con tantas iniciativas de evangelización que se llevan adelante en las diferentes delegaciones, movimientos, parroquias, colegios, grupos, vida religiosa… para que sigamos siendo hoy Iglesia samaritana, convocada por el Señor y enviada a nuestra sociedad como frágil levadura en medio de la masa. Y el presente se proyecta con esperanza hacia el futuro, porque la Asamblea Diocesana en la que estamos embarcados y el Jubileo que acabamos de iniciar, son procesos de conversión y renovación, puestos en marcha, que irán dando su fruto con la gracia del Espíritu.

Con los lógicos sentimientos que entraña un adiós, sí puedo decir que es un adiós fraterno y jubiloso. Me he sentido a gusto y me voy muy contento de cuanto he vivido con vosotros y para vosotros. Esa sencilla historia compartida día a día es ya, por la presencia del Espíritu, historia de salvación. En Él permaneceremos unidos. Yo seguiré vinculado a esta Diócesis, con la que me he desposado para siempre. En silencio y desde lo escondido. Os he querido, os seguiré queriendo y continuaré estando a vuestra disposición. Tened la seguridad de que os tendré siempre presentes en mi oración…. Perdonad mis limitaciones y posibles errores y rezad también por mí.

Hoy estrenamos el tiempo de Adviento. Que Santa María la Mayor, que nos cuida maternalmente desde el corazón de nuestra Catedral, nos acompañe y guíe para preparar los caminos del Señor. Junto a Ella y con Ella quiero repetir las mismas palabras de alabanza y acción de gracias con las que inicié entre vosotros mi ministerio episcopal: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador» (Lc 1,46-47).