Coronavirus

Diagnosis judicial

“El plano judicial patrio se configura con una superposición compleja de entes que generan no obstante evidentes disfunciones”

Marta Canals Lardiés

Saldremos de ésta, ante todo, porque la alternativa no existe. Lo haremos, si bien, cual enfermo crónico que ya no recuerda con nitidez cuándo empezó todo; que desde tiempo inmemorial se resiente en cada despertar y, relamiéndose las heridas, anhela ante su entorno más medios para su tratamiento. Profundamente aquejado, implora de su facultativo la administración de dosis más altas o el sometimiento a ensayos clínicos en busca de una posible recuperación. Total y como él dice, a peor no puede ir. Frente a ello el doctor le repite la vieja cantinela: No hay nada para usted, pero le pondré otro par de tiritas.

Pese a su precario estado él insiste, alentado por los motivos trascendentes que siempre le han guiado y que no son otros que la utilidad que su desempeño reporta a la sociedad. Este enfermo crónico no es tanto el Poder Judicial como la administración del mismo. Auténtico Poder del Estado aquel –no obstante el guiño negacionista de Manuel Azaña con ocasión de la II República-, que recordemos, no se subordina a los otros dos pilares democráticos. Pese a ello, la gestión de sus medios materiales y personal corresponde al Ministerio de Justicia y Comunidades Autónomas. He aquí una de las primeras causas de la patología que presenta nuestro paciente:

El plano judicial patrio se configura con una superposición compleja de entes que, coadyuvando a la misión, generan no obstante evidentes disfunciones. España se presenta como una suerte de Reino de Taifas en el que el justiciable no puede aspirar a la misma eficiencia en la prestación del servicio se encuentre en un pueblo perdido de la falda del Teide o en un caserío junto a la desembocadura del Nervión. Siempre ha habido clases.

Lo recomendable ante un enfermo de este calado –que aporta un valor esencial e insustituible al funcionamiento democrático- es acudir a una segunda opinión antes de condenarlo al ostracismo. Revisión de diagnóstico que debería haberse hecho ab initio, y no con ocasión de la presente debacle motivada por el COVID-19, agonizante ya nuestra Justicia, terapéuticamente encarnizada, malviviendo a base de apósitos y apaños varios.

Así, tomémosle de nuevo el pulso a nuestra doliente administración efectuando un paralelismo con el análisis de los componentes que miden la calidad de cualquier organización empresarial; véase, con el examen de su eficacia, atractividad y unidad, recordando que la calidad es la capacidad que una organización posee para alcanzar su misión.

Contra todo pronóstico de lógica aplastante, y como sabrá cualquier benjamín del Grado de ADE, la maximización de beneficios nunca constituye la finalidad de una empresa. Aspirar exclusivamente a ello supondría la destrucción de las vías que garantizan su sostenibilidad. Es una condición necesaria, sí, como lo es la hidratación para un ser humano, lo cual no la convierte en su aspiración vital. Paralela y fatalmente, cuasi inherente a la naturaleza de la función pública es que reine una visión mecanicista, estando su misión mal concebida. Así acontece en el

caso del funcionamiento de la administración de justicia, siendo la más básica aspiración la reducción del número de procedimientos seguidos ante cada Juzgado. De hecho, contamos con un elemento de medición: la estadística trimestral. De tal forma, todo parte de un error de concepción del objetivo de la organización. Se alienta la mera rebaja a destajo del número de asuntos, en detrimento de la orientación del servicio a garantizar la tutela judicial efectiva, de calidad, por parte de los Tribunales. Para ello no hay vara de medir.

En cuanto al factor de la atractividad, medida en la que una organización ofrece posibilidades de aprendizaje a sus empleados, la oferta es escasa para el funcionariado. A nivel informático es patente su obsolescencia y la vocación de digitalización de la Justicia sigue siendo, en la vasta mayoría de Partidos, un espejismo. Todo lo cual, ni supone un enriquecimiento para el trabajador, ni logra fidelizarle.

El parámetro de la unidad -grado de identificación de los miembros de una organización con sus objetivos y el valor que ésta da a sus empleados- tampoco sale bien parado. La sobrecarga de trabajo y el altísimo "interinizaje" dificultan que un trabajador logre identificarse con la misión o utilidad que tiene su labor para satisfacer la necesidad pretendida. Para encontrar sentido al trabajo cotidiano y alinearlo con la esencia de la Justicia, se exige, como mínimo, dotar al empleado de estabilidad en el seno de la organización que le permita sentirse valorado, identificarse con los demás miembros, con el objetivo común, y lograr ilusionarle para su consecución.

Como cualquier lego en la materia podría haber augurado, quiebran todos los parámetros tendentes a medir positivamente la calidad de la que goza la administración de nuestra Justicia.

Pese al diagnóstico, saldremos de ésta. Cómo no vamos a hacerlo, si nos encontramos en la misma vieja plaza en la que siempre hemos toreado saliendo airosos del duelo a muerte con el astado. Con nuestro traje de luces azabache y vocación intacta, si bien ahora con menos cal que refuerce las propiedades del albero. Salir saldremos, pero es hora de que el galeno se deje de tanta tirita y se atreva con un buen torniquete que frene la sangría, permitiéndonos aprovechar la coyuntura para hacerlo por la puerta grande.

Marta Canals Lardiés es Juez y miembro de la Asociación Profesional de la Magistratura.