Música
Rudolf Nureyev y Erik Bruhn, el amor nunca bailó tan bien
Eran los dos mejores bailarines del mundo y su admiración mutua derivó en una relación intensa y pasional que colocó a la figura del bailarín clásico en cotas nunca antes vistas
Rudolf Nureyev es una de las grandes leyendas artísticas del siglo XX. Su nombre es sinónimo de fuerza clase, pasión, rabia y dio al ballet clásico ese pequeño fuego que todo arte necesita para romper barreras y convertirse en universal. ¿Quién era Erik Bruhn? Simplemente, un bailarín todavía mejor que Nureyev, un joven danés cuya perfección técnica y dominio del espacio y el cuerpo hicieron que el movimiento se convirtiese en auténtico arrebato. Eran los dos mejores bailarines del mundo y no pudieron evitarlo, acabaron juntos para ser todavía mejores.
¿Quién es el mejor bailarín del mundo?, siempre le preguntaban a Bruhn y él contestaba de forma tajante y fría, como buen danés, “el mejor bailarín del mundo no ha nacido todavía”. Como ocurre ahora con Messi y Cristiano, había quien los quería enfrentar, elegir entre ellos, pero Bruhn era listo y sabía cómo torear a la prensa. Él era Cristiano, la perfección técnica, el estudio, la gracia. Nureyev era Messi, el instinto, el talento natural, la magia, la locura. Ellos dos nunca eligieron, sólo se robaron todo lo que pudieron el uno del otro, incluido su corazón.
Bruhn ya era una estrella internacional cuando Nureyev empezó a dar sus primeros pasos en los escenarios. Diez años mayor, su carrera estaba marcada por el reconocimiento unánime de su increíble talento, hasta el punto que por primera vez en la historia la figura del bailarín hombre parecía estar por encima del de la mujer. “Para mí, es un increíble actor, un increíble bailarín, un increíble creador, y nunca conocí, nunca vi ningún hombre sobre un escenario tan grande, tan inspirador”, comentaba Nureyev.
Así que con apenas 23 años marchó de San Petersburgo, fue hasta Copenhague y se presentó frente a la puerta de la casa de Bruhn. Llamó dos veces y cuándo éste abrió la puerta, le dijo con total seguridad: “Mi nombre es Rudolf Nureyev y quiero bailar como usted”. Así nacería una de las historias de amor más extraordinarias del siglo XX.
Nureyev era una fuerza de la naturaleza, completamente libre, y no aguantaba bien los imperativos de la Rusia comunista. Tanto es así, que en los archivos de la KGB se puede leer el documento en que el primer Ministro Sovético Nikita Jrushchov ordenaba su asesinato. Durante una gira en París en 1961, el bailarín desertaba y daba comienzo a una nueva vida. A su lado estaba Bruhn, que se convertiría en su mejor amigo, amante y protector.
Si en algo había destacado Bruhn era en el cuidado y apoyo a los jóvenes bailarines y allí tenía una auténtica joya en bruto. Nacido en 1928, Bruhn empezó a bailar para refugiarse de su incapacidad de relacionarse de forma normal con los niños de su edad. Esta incomunicación le hizo que se centrara más en el ballet y estudiase hasta el más mínimos de sus resortes. En la adolescencia parecía saberlo todo, estudiado todo y a los 18 ya era bailarín titular de la Royal Opera de Copenhague, en plena II Guerra Mundial.
Bruhn no sólo sabía que era bueno, sino que era el mejor. Y así siguió mejorando y mejorando hasta que sus actuaciones se convirtieron en auténticos acontecimientos. Y aún así, la soledad que le marcó de pequeño todavía le afectaba, con lo que si podía ayudar a un joven bailarín a superar sus miedos, él no dudaba en intentarlo. Su principal obsesión en aquellos primeros años era dar una mayor carga de profundidad a los personajes del ballet. Quería auténticos actores en el escenario y estaba dispuesto a ayudar a todos sus compañeros a conseguirlo. “Me han dicho que he podido trabajar con bailarinas muy diferentes y que con todas hemos creado un equipo compacto. Y esto es así porque yo siempre he intentado empatizar con ellas, absorber su esencia y que al mismo tiempo ella lo hiciese conmigo. Esto daba color y forma a mis movimientos y espero que yo se los diese a los de ella. Entonces puedes dejarte absorber por el rol y ser realmente otro”, aseguraba Bruhn, al que se le conocía como “el bailarín de bailarines”
Conoció a Nureyev cuando tenía 32 años. Él tenía 23. Empezaron a bailar juntos, a comer juntos, a dormir juntos, se convirtieron en inseparables y al continuar sus propias carreras, cada uno era mucho mejor bailarín, Nureyev con la precisión extra de Bruhn, y éste con la intensidad y pasión del bailarín ruso. Claro que Nureyev era un hombre insaciable y pronto quedó claro que su relación, más que sexual, era romántica. “Es el amor de mi vida”, decían siempre el uno del otro y se sabe que la fijación de Nureyev fue tal que aseguró que no quería sentirse tan vulnerable nunca más y se negó a volver a enamorarse.
La leyenda negra entorno a Nureyev crecía. Se hablaba que tenía a chicos jóvenes o hermosas mujeres, tanto le daba en el camerino para pasar los intermedios y descansos de sus representaciones haciendo el amor. Aún así, la pareja continuaba muy unida. Cuando Bruhn cae y empieza a sentir un gran dolor que le impide bailar, Nureyev le sustenta. Cuando él tiene que lidiar con lo peor de su temperamento, Bruhn lo ayuda. Nunca antes en la historia ha habido una unión tan fuerte entre los dos mejores artistas de una misma disciplina. “Si hubiésemos tenido la misma edad, no sé si hubiésemos podido aguantarlo, pero yo era diez años mayor así que nuestras perspectivas siempre fueron diferentes”, confiesa Bruhn.
No tardará en abandonar la danza y centrarse en ser director creativo y coreógrafo del Ballet Nacional de Canadá. Morirá en 1986, convertido en absoluta leyenda de la danza. Nureyev pierde su norte con el fallecimiento del danés. En ese momento ya ha enfermado de sida, pero se niega a reconocerlo ni a comenzar ningún tratamiento. Él es Nureyev, un genio, y los genios no mueren como todo el mundo. Ya no cuenta con los consejos de Bruhn y poco a poco se irá apagando. A principios delos 90 los rastros de la enfermedad son evidentes, pero él no se oculta. Él es siempre Nureyev, enfermo o no. Y a principios de 1993 también morirá dejando por completo huérfano al mundo de la danza.
“Cuando empecé, la unanimidad sobre mi talento me abrumó. No sentía estímulos. Pero entonces llegó él, con una técnica totalmente diferente, y el se convirtió en mi competición”, reconocería Bruhn sobre Nureyev. “Nunca nos corregimos, sólo íbamos uno a uno y mostrábamos lo que estábamos haciendo. Además, aceptaba mi sentido del humor, que a veces puede herir a ciertas personas, lo que me encantaba”, añadía. El amor, en definitiva, nunca bailó tan bien.
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