Teatro
Baró d’Evel arrancan aplausos unánimes y vencen todas las incomodidades en el arranque del Grec
La pareja formada por Camille Decourtye y Blai Mateu electrizan con su poesía, bien secundados por Refree, María Muñoz y Frederic Amat en un espectáculo capaz de aglutinar todas las artes
La nueva normalidad es un asco, pero hay que ponerle buena cara. Nadie sufre, nadie llora, nadie grita, pero te riñen todo el rato. No se quede aquí, no se acerque tanto, no se mueva del asiento, y el trabajo de los acomodadores es tan estresante que te solidarizas con ellos. Nadie discute, todo el mundo se ha vuelto muy obediente, lo que demuestra que los problemas del primer mundo son la monda. Pero uno no puede parar de preguntarse, ¿si la gente ya no iba al teatro antes, quién irá ahora que es algo con tantas reglas y obligaciones como ir al aeropuerto. Lo que está claro es que todavía no existe nueva normalidad, simplemente porque todavía nadie la ha normalizado. Supongo que todo llegará, pero ahora sólo tenemos anormalidad y desbarajuste.
Al menos esta era la sensación en lo que era ayer la inauguración del Grec, en el estreno de “A tocar”, de Baró d’Evel. El espacio de las gradas estaba bien delimitado, con los asientos separados dos metros cada uno, con enredaderas entre medio. Había tanto verde entre las piedras que las bromas entre si era todo aquello “la tienda de los horrores” o “la noche de los tríferos” eran constantes. ¿Por qué la gente ve una planta en un teatro y en seguida piensa en la muerte y el Apocalipsis? Está claro que en nuestro inconsciente no hay nada más artificioso y por tanto humano que el teatro.
Mientras que se sentaba la alcaldesa Colau y su comitiva, dos actores salieron a escena, petrificados, mirando con asombro al público. Y tenían razón, el verdadero espectáculo estaba en las gradas. La consellera de Cultura, la que piensa ahora que hay demasiado castellano en TV3, también estaba allí, y unas 700 personas más, algunas que incluso hablaban en castellano.
Hasta que se cerraron las luces y las miradas se concentraron en los dos actores, los geniales Camille Decourtye y Blai Mateu. De pronto, se movieron, pero parecían que a cada leve movimiento se cayese un pedazo de su cuerpo. La sensación era que estaban congelados y pedazos de hielo caían al suelo, una imagen muy potente, hasta que tenían que abrazarse con fuerza para no deshacerse del todo.
Así empezó un montaje poético, híbrido, hermoso, sobre lo que es el mundo tras la pandemia, o lo que debería ser, en lo que lo único que desentonaba a veces era la palabra, pero que consiguió en los primeros tres segundos que el espectáculo estuviese en el escenario, no en la platea, y en estos momentos eso ya es un mundo. Alrededor de la pareja estaban, como satélites, una serie de figuras que completaban el cuadro, como una representación de todas las artes que contiene el teatro. Así estaba la música de Refree, la danza de María Muñoz o la pintura de Frederic Amar, realizando y proyectando en pantalla grande una serie de obras finitas.
Pero el gran logro siempre era la pareja protagonista, el corazón de Baró d’Evel, él muy alto y ella abalanzándose sobre él, como cuando colocan el micrófono en las alturas y ella escalará sobre él, cayéndose una y otra vez, para empezar a cantar. O cuando los dos caen en un beso del que parecen no poder deshacerse y giran y giran por todo el escenario, que en la época de la distancia social era todo una declaración de intenciones.
El espectáculo era tan bello, tan tierno, tan emotivo, tan abstracto, que cuando aparecía la palabra parecía borrar su magia un poco. Le ocurrió en el discurso de Tortell Poltrona, y le pasó también con el discurso de Inma Colomer. Y ahí radicaba el problema, que parecían discursos. Rodeados por la danza, la poesía, la música, y ellos parecían discursos. No había efecto, ni afecto, sólo sordidez y aburrimiento. Poltrona a veces sacaba alguna risa, “qué bestias”, pero era cuando no enfatizaba ni sermoneaba. “¿Que vamos a hacer con todo esto, alcaldesa?”, le preguntó a Colau.
Pero sólo era un pequeño bajón de intensidad porque pronto volvían a aparecer Decourtye y Mateu, como cuando realizaron un ejercicio de teatro del absurdo con los dos cantando una especie de orgasmo tántrico interminable, con una tarantela absolutamente loca a juego. Ya estábamos cerca del final y Decourtye se subía sobre Mateu y daban vueltas por el escenario en un equilibrio asombroso, para caer y empezar luego a bailar bajo las instrucciones de Muñoz. La coreógrafa telegrafiaba los extraños movimientos de Mateu. Mientras, Frederic Amat no dejaba de pintar en el suelo circunferencias blancas en un in crescendo que dejó al público tan exhausto como maravillado. Los espectáculos que funcionan por acumulación llegan al final con un clímax expansivo. Los aplausos no se hicieron esperar.
Como colofón, en un pequeño bis, Poltrona hizo cantar al público el lema “no somos nada”. Y está claro que no somos nada. Eso es lo que nos lleva al teatro, intentar ser algo, lo que sea. Y eso no se logrará nunca en casa. Porque si fuésemos algo, lo que fuera, entonces qué sentido tendría salir de casa, si ya lo sabríamos todo. No, no somos nada, que así sea. Si el resto del Grec va a ser así, uno soportará feliz todas las molestias de la nueva normalidad.
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